23.4.07

Nadie contra los seguros


Nadie está pensando y los seguros están puestos. Vamos a hablar y no a pensar. O a pensar y mejor no hablar. 

Como hablar de los transformadores y pensar en las descargas eléctricas. Pasarse a hablar de las anguilas eléctricas y llenar la conversación de tensiones positivas. El rap y el hip hop de fondo auditivo. Las invitaciones a las bodas y los vasos de la boda lavados y secos. Los balcones redondeados en las esquinas de las calles y los templos de cantera con su par de torres y campanas. Y escribir y seguir escribiendo y no parar de pensar ni de escribir.

Nadie está pensando y los seguros están puestos. El coche aumenta la velocidad y alguien llora en la canción que se escucha. Es el soundtrack de una película donde canta Björk y ella es la que llora porque está ciega y en la cárcel y la van a matar. El acelerador presionado a fondo, aplastado, dejando salir pausas de tiempo tan pegadas que se funden en una precipitación demasiado rápida hacia el futuro del espacio. Alguien levanta su vaso para rociar un poco de güisqui a los asientos y pasajeros ebrios que se ríen y no se dan cuenta de los postes pasando como líneas verticales ensombrecidas a las cuatro con treinta y nueve minutos de la mañana. Ahí están las glorietas rodeadas de palmeras esperando a los coches que van a dar más de sesenta vueltas seguidas a más de cincuenta kilómetros por hora entre más risas y más güisqui bailando por todo el interior del coche y más plática y más pensamientos inyectados de destilados que sirven para inhibir las buenas costumbres.

Nadie está pensando y los seguros están abiertos. Sale el primero y se va volando hacia la copa de una palmera. Sale el segundo y después de darle un par de vueltas a la fuente, volando entre las gotas de agua, se fue disparado hacia las nubes. Salen el tercero y el cuarto, el quinto, el que iba manejando y todos se van volando al cielo porque no se puede volar a ningún otro lado. Ascienden satisfechos y nunca van a regresar.

8.4.07

Domingo de resurección dosmil siete

[siguendo clos de dor o te rompo la güindou del domingo de ramos pasado {con cambios mínimos: pág. 123, séptimo párrafo, primeras cuatro oraciones}, se clausura la cauresma a las ocho de la mañana con cuarenta y tres minutos]


El esclavo estaba inmóvil y, mientras Paulino abría su correa y desabotonaba su pantalón, seguía mirando al techo. Alberto volvió la cabeza: la calamina era blanca, el cielo era gris, en sus oídos había una música, el diálogo de las hormigas coloradas en sus laberintos subterráneos, laberintos con luces coloradas, un resplandor rojizo en que los objetos parecían oscuros y la piel de esa mujer devorada por el fuego desde la punta de los pequeños pies adorables hasta la raíz de los cabellos pintados, había una gran mancha en la pared, el cadencioso balanceo de ese muchacho marcaba el tiempo como un péndulo, fijaba el reducto de la tierra, impedía que se elevara por los aires y cayera en la espiral rojiza de la Huatica, sobre ese muslo de miel y de leche, la muchacha caminaba sobre la garúa, liviana, graciosa, esbelta, pero esta vez el chorro volcánico estaba ahí, definitivamente instalado en algún punto de su alma, y comenzaba a crecer, a lanzar sus tentáculos por los pasadizos secretos de su cuerpo, expulsando a la muchacha de su memoria y de su sangre, y segregando un perfume, un licor, una forma, bajo su vientre que sus manos acariciaban ahora y de pronto ascendía algo quemante y avasallador, y él podía ver, oír, sentir, el placer que avanzaba, humeante, desplegándose entre una maraña de huesos y músculos y nervios, hacia el infinito, hacia el paraíso donde nunca entrarían las hormigas rojas, pero entonces se distrajo, porque Paulino acezaba y había caído a poco distancia, y el Boa decía palabras entrecortadas. Sintió nuevamente la tierra en sus espaldas y al volverse a mirar, sus ojos ardieron como punzados por una aguja. Paulino estaba junto al Boa y éste lo dejaba manosear su cuerpo, indiferente.


La cuidad y los perros.
Mario Vargas Llosa.