14.4.08

Aquí hay lugar

Hasta aquí llego, hasta esta mañana de lunes donde he logrado romper la inercia de las actitudes mal logradas, de los vicios sociales que empobrecen la ya de por sí complicada estructura de las relaciones humanas. Llego hasta esta silla frente a este teclado junto a un café que me bebo de prisa, nivelando la química interna del torrente sanguíneo, sintiendo cómo mi cuerpo ha pasado por las situaciones precisas que a veces son necesarias para afrontar a los días con sus horas y trampas guardadas.

El viaje me abraza con fuerza, me quiere mostrar la aspereza del mundo por medio de viñetas de agresividad etílica que tal vez antes me hubieran descontrolado, pero ahora que tengo décadas en mi vida, ahora que estoy lejos, ahora que sólo me tengo a mí; ahora voy a estar bien por encima de las situaciones normales que pasan cuando uno mete las narices a la cueva de la curiosidad.

Hasta aquí he llegado y me doy cuenta con un asombro tranquilo que lo que más se necesita en la vida es paciencia para irse tragando segundo a segundo al aire de los espacios que nos corresponden habitar. Amanezco con la vital necesidad de abrazar a alguien y sin pensarlo hago de lado los criterios de evaluación que se rigen por estándares socioeconómicos y por la tan mentada estética. Lo que necesito es un cuerpo para abrazar, para oler; da igual quién sea o cómo sea, lo único que importa es que se sientan las ganas de abrazar a ese cuerpo.

Como el mar y las corrientes, el nivel de las mareas nocturnas se autorregula y si uno lanza la moneda al aire, siguiendo con la mirada su trayectoria hacia arriba hasta encontrarse de forma brusca con el sol, la moneda sigue dando vueltas y empieza su descenso, los rayos de sol anuncian el rompimiento de la noche y habrá quien no me quiera permitir tomar un café, duele mirar de frente a los rayos del sol, la moneda regresa y cae en la palma de mi mano para decirnos que he ganado la apuesta. No podría ser de otra forma cuando se tiene una moneda adulterada por la suerte necia a no abandonarme.

Bastan menos de veinticuatro horas para arreglar al mundo, pero sólo si se está atento a lo que la voz interna dice. Hay que transformarse en ratoncitos flexibles que pueden deslizarse por debajo de las puertas plegando todo el cuerpo para escapar de la noche y de los gatos, para detener al desvelo algunos segundos antes de que el cerebro entre en la fase de no tomar decisiones. Hay que buscar un pequeño jardín donde robarle dos horas a la mañana del sábado, escondido de los ojos que nunca entenderían por qué alguien necesita vestirse bien y dormir en la calle, para abandonarse al sueño que le permita al cerebro calcular de nuevo los riesgos de estar vivo. En la tarde, cuando se va redactando del dictado de la memoria, es posible que de repente llegue una sonrisa a la cara, así, de la nada. Es una aprobación firme, la autoafirmación del ego que se ha salvado para que en la siguiente noche, al vestirse bien de nuevo, los muchachos pasen en sus coches y con descaro me griten: “aquí hay lugar papasito”.

Alguien me salva, me presta su espacio para recuperar la energía, esperando otras cosas de mí. Me aprovecho y utilizo los recursos a mi alrededor. Hablo claro y pongo las cartas sobre la mesa. Mi ayuda no tiene habilidades sensuales y me pregunta si quiero tener sexo, yo, como sí sé qué hacer y he puesto las cartas sobre la mesa, no me disculpo y le ofrezco mi cuerpo para que me haga un masaje, hasta ahí llega el pago. En mi huida de los gatos agazapados me doy de frente con el patetismo habitual de los egos pequeños, y no es que juzgue a nadie de nada, es lo que hay, es lo que es.

Llego hasta los conventos franciscanos de las épocas coloniales, decorados con motivos moriscos, con catacumbas, coros, refectorios y sacristías que visitar; el gran arte sacro de un tiempo que ya fue. Colecciono una sensación que se produce al alejarme del grupo y de la guía de turistas, regresar a las catacumbas para quedarme unos miuntos con los huesos humanos que allí quedaron y mis huesos rodeados de carnes, sentimientos y pensamientos. Me gusta estar rodeado de huesos de gente que pasó por este mundo, en un lugar subterráneo con el aire enrarecido, rodearme del silencio sepulcral que precisamente en ese día, en ese momento, era lo que mi carne necesitaba. Entonces habrá refugio para los diablos pobres como yo que de vez en cuando se acuerdan que hay un dios adentro de la electricidad que se producen en nuestros cuerpos, regreso al trato del tú a tú con la deidad que somos cada uno de nosotros. Cuando piso un lugar que se ha ido llenando de historia trato de imaginarme cómo fue ese lugar durante su esplendor, cómo andaría la gente por ahí caminando despacio por los pasillos, pensando en la santa Inquisición. Me detengo a observar con calma la pintura en gran formato de la última cena donde extrañamente la mesa que reúne a los comensales es ovalada, ellos son atendidos sólo por niños varones, se encuentran sentados sobre grandes cojines al estilo moro y me parece que observo una fiesta de gays de tiempos pasados. Los huesos fueron acomodados por los arqueólogos formando patrones concéntricos y me hace gracia pensar en la imposibilidad de que la muerte fuese en sí tan ordenada.

La conclusión del acto de abrazar es muy simple, sólo hay que abrir los brazos y entrelazar los cuerpos, apretarse un poco el uno contra el otro por un instante, verse a los ojos al momento de alejarse para confirmar que se ha producido un entendimiento metalingüístico. El ying y el yang que no termino de aceptar queda demostrado una vez más, pero para que exista el balance tiene que existir primero la actitud de limpiar el mantel y servir otra cena, y si la decoración de la habitación es en extremo kitsch, no importa, hace mucho que dejé a los lujos aéreos colgados en las nubes, lo que importa es la actitud sobre la cama entre dos personas metidas en un habitación de muros pintados de azul pitufo y tapizada con hojas de revistas. Si éstas dos personas logran detener al tiempo durante un abrazo sin prisas, si logran superar la barrera de la socioeconomía, si sonríen y se dan besos aunque en el fondo no se quieran, si tienen ganas de tratarse bien el uno al otro; entonces la batalla de las relaciones humanas tendrá estas pequeñas victorias secretas, acordadas en un cuarto de quinta un domingo donde el mundo se comportó a la altura.

Termino de entender que todo lo que nos pasa es producto de todo lo que nosotros permitimos que nos pase. No hay destino, la suerte nunca ha existido aquí.


Tomado de lo que te gritan malos conocidos y buenos desconocidos en la calle.

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