3.3.09

Lispector, Clarice

This is where I tell you I know love's what I need to work at.
Passion pit.

Se fue a la pensión; tenía un recuerdo oscuro, sucio y vago de la pensión, arrimada contra la pared, huyendo, corriendo con el corazón pálido de alivio a refugiarse en la memoria del apartamento donde por fin se instaló. Era un edificio nuevo, una estrecha caja de cemento húmedo, estrecha y alta, con ventanas cuadradas. Sí, había sido un periodo muy triste y sin palabras, sin amigos, sin nadie con quien intercambiar ideas comunes rápidas y amables. La impresión de que estaba sola en el mundo era tan seria que temía sobrepasar sus propios conocimientos, precipitarse en-qué. Sería fácil, sin nadie al lado, y sin un modelo de vida y de pensamiento por el que guiarse. Descubrió que no tenía sentido común, que no estaba armada de ningún pasado y de ningún acontecimiento que le sirviese de inicio, ella que nunca había sido práctica y que siempre había vivido improvisando sin ninguna finalidad. Nada de lo que lo que le había pasado hasta entonces ni ningún pensamiento anterior la comprometían para el futuro, su libertad crecía a cada instante, pensativa, aire frío invadiendo y barriendo un cuarto vacío. Su vida estaba hecha de ponerse un día un vestido al revés y decir con sorpresa curiosa como ante una noticia: vaya, hace tanto tiempo que no me pasaba, vaya. Quería ocuparse de pequeñas cosas que llenasen sus días, las buscaba, pero había perdido el encanto ágil de la infancia, había roto con su propio secreto. Cada vez, sin embargo, era más minuciosa. Antes de apagar un cigarro pensaba si debía. Después sentía incluso necesidad de contar eso a alguien de algún modo y no sabía como. Entonces le parecía que se tragaba el pequeño acto pero que nunca se disolvía perfectamente en su interior. Ella se trabajaba el día a día soportándolo profundamente. Una tarde, como le empezó a faltar dinero, se llevó un trozo de queso de una tienda sin pagar, sin robar; el cajero no se dio cuenta, ella colocó la presa como descuidadamente dentro del bolso rojo, salió despacio, sola en el mundo, el corazón latiéndole hueco y limpio en el pecho, una contradicción dolorosa en la cabeza, casi un pensamiento. Llegó a casa, se sentó y permaneció inmóvil durante algún tiempo. No tenía hambre. Y el poco dinero bastaría para comprar algunas cosas hasta que llegara el envío de su padre. Entonces ¿por qué había robado? Desenvolvió el pedazo de queso, empezó a morderlo lentamente. El queso era blanco, agujerado y seco, de aquellos que sólo servían para rallar y esparcir sobre los macarrones... Empezó a llorar, los labios fríos, sin inocencia. Fue a la cómoda, se miró en el espejo, vio su rostro enrojecido, ansioso y triste. Entonces volvió a llorar sin pensar en el queso, sintiéndose profundamente silenciosa, sin conseguir sacar de sí misma ni un solo pensamiento. Sentada, miraba la tetera. Su pequeña tetera en el alféizar de la ventana, brillando contra las venecianas polvorientas y opacas; en toda la salita el aire sofocante contenía el fulgor, como sucede cuando fuera hace sol y alguien se encierra en la sombra. Una silla oscura se reflejaba en la tetera, convexa, perforada, inmóvil. Virginia seguía mirándola. La tetera, la tetera. Allí estaba, brillando ciega. Queriendo salir de la muda estupefacción en que se hallaba, una de aquellas profundas meditaciones en las que a veces caía, se empujó brutalmente: di, di algo. La parecía que debía de ponerse ahora ante la tetera y resolverla. Se forzaba a mirarla profundamente pero o dejaba de mirarla como aturdida o sólo conseguía ver una tetera, una tetera ciega brillando. A través de las numerosas paredes cerradas, un reloj preso en un apartamento tocó en la salita agitando en el aire un cierto polvo. Sí, sí, pensaba en un súbito remolino de alegría, alivio y esperanza angustiada mientras balanceaba por un momento la pierna cruzada y seguía quieta. Le gustaría tratar con las personas del edificio pero sola era incapaz de acercarse a los desconocidos, y mientras tanto su aspecto se parecía cada vez más al de una solterona: un aire de buena conducta, de rechazo sereno y digno. Pero a veces se perdía y hablaba mucho, los ojos abiertos, la boca llena de saliva, sorprendida, embriagada, acongojada y con una cierta vanidad de sí misma que ya sentía ardiente de humillación. Escribía largas cartas a Daniel, a veces de un tirón rápido y sombrío. Las releía con agrado antes de mandarlas y le parecía que eran realmente inspiradas porque, aunque contasen la realidad, ella no lo había percibido en los momentos en los que la soportaba. Dudaban de que fueran sinceras porque lo que sentía nunca era tan armonioso como lo que contaba, sino sincopado y casi falso. No, no era infelicidad lo que sentía, la infelicidad era algo húmedo de lo que uno podría alimentarse días y días y encontrarle placer, la infelicidad eran las cartas. Pasó a sentir un placer vil y voluptuoso en escribirlas y como las enviaba inmediatamente después de haberlas escrito e intentaba recordarlas en vano, se le ocurrió copiarlas, así llenaba los días. Las releía y lloraba como si llorase alguien que no era ella misma. Qué insoportable era esa nueva sensación que la arrebataba ansiosa, mezquina, deleitada. Entre las cartas lo que sentía era sofocante y polvoriento, irrespirable, una ráfaga de arena y ruidos estridentes. ¿Pero era sincera cuando escribía a Daniel? No mentir, no mentir –inventaba-, aceptar las cosas como era, seca, pura, audaz; ella lo intentaba; durante algún tiempo perdía la necesidad de ser amable aunque en realidad no tuviera con quien serlo. Y cuando llegaba esa pureza árida no sabía que buscaba con seriedad las verdaderas cosas sin encontrar nada. Lo que la despertaba profundamente era en la mayoría de los casos la inutilidad de su lucidez; ¿qué hacer con el hecho de oír en el jardín a un hombre referirse a su viaje y, mirando la alianza en el dedo, percibir la tranquila clarividencia –que podía ser un error- que el debía de haber frecuentado una casa de mujeres y que continuaba tratando de negocios y de su mujer? ¿Qué hacer con eso? Ella no veía lo que necesitaba sino lo que veía. No quería obligarse a ir a pasear, al cine, pero sin obligaciones su día era vertiginosamente aspirado hacia aquel pasado desconocido y, plácida, ella se mantenía en un infeliz vacío de actos. ¿Y acaso no fue obligándose como salió una vez y se encontró con Vicente, reanudando la vaga relación tal vez para siempre? Entonces ya era fácil amar. Amar era incluso viejo, la idea se había agotado al principio de su vida en la ciudad; ella ya se sentía experimentada y tranquila por la larga meditación de la espera. Recordaba la primera noche. El cuerpo de Vicente apoyado sobre su hombro pesaba como tierra; para él nunca había sido trágico vivir. Antes ella había intentado jugar, le había pedido prestadas las gafas; en medio de todo, pensó entonces sin mirarlo, en medio de todo tiene miedo de que rompa sus gafas. Y eso le había dado una cierta resignación para el resto. ¿Con quién podría relacionarse? Con quién sino con el portero.

Tomado de “La lámpara” de C. L. y de las siguientes reflexiones: ¿Por qué voy a levantar los ánimos hasta llevarlos allá arriba donde me son incontrolables? No es necesario seguir los protocolos a menos que se trate de un sismo independiente y poderoso abriéndose paso a través de la falla de nuevo. Paso uno, tranquilidad. Paso dos, colóquese debajo de un marco que lo proteja. Paso tres, cierre los ojos y déjese llevar; es sólo la tierra temblando. Admiro tanto a Clarice Lispector, me ha enseñado que para escribir hay que saber llenar de palabras con una elegancia casi trabada algo que se podría decir en sólo dos o tres. Todo consiste en cómo llenar el espacio de la hoja, ir escarbando entre las letras y los antónimos en un ensimismamiento fino como para que se revele lo ordinario demasiado pronto al lector. Su prosa son móviles que cuelgan encerrando un movimiento real, confuso, tortuoso, placentero; un movimiento que se cuestiona a sí mismo.

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