28.12.10

A martillazos

(En lo que ando ahora:)

Pienso que puede hallarse una relación más profunda de esta determinación negativa, esta mera negociación de la racionalidad de la existencia, con su realización positiva contenida en la metafísica de la voluntad. Para comprenderla distinguiremos entre aquellas manifestaciones del ser que pueden ser derivadas casualmente y reunidas conceptualmente, y el hecho de que son la forma del ser mismo en el que forman la realidad. Todas esas individualidades designables de la existencia pueden penetrarse hasta el fondo en lo que a su determinación cualitativa se refiere. Por eso, Hegel pudo llamar racional a toda la realidad. En principio, la razón puede ordenar en sus normas a todo contenido de la existencia, puede dominar lógicamente a todo aquello que se determina por sus cualidades; la razón misma que se nos presenta a nosotros como pensamiento determina y ordena las cosas objetivas, porque si no, nuestro pensamiento no podría llegar a la verdad de las cosas. Pero este comprender que conforme a razón deriva y reúne, no sirve si se trata de aplicarlo a sí mismo. El que las cosas cuyas determinaciones vemos en su recíprocas relaciones, y en la necesidad con que las unas se producen cada vez dadas las otras, el que las cosas sean, en un factum impenetrable, que puede ser aceptado, pero no comprendido, frente al cual se retiene nuestro entendimiento. La necesidad que existe para que los contenidos se condicionen de la manera dada, no existe modo alguno para le hecho de que existan realmente; pues sería contradictorio que no existiese ser alguno, y serían tan comprensible como que exista uno, esto es, no sería comprensible. Por eso Hegel, a quien le interesa construir espiritualmente los contenidos del mundo, equipara el ser puro con la nada pura, aun cuando admite que entre ambos existe una diferencia, pero una diferencia inefable, y no susceptible de ser encerrada dentro del concepto. Esta incomprensibilidad lógica del concepto de ser determina que cada uno de los distintos sentimientos de la vida lo interprete a su manera. En Spionza se percibe el éxtasis, revestido de una forma racionalista, que suscita el milagro de ser; todo lo individual desaparece en este abismo del ser, pues todo lo individual significa determinación cualitativa, y, por consiguiente, en tanto que es individual no es ser. En esta pasión por el ser, para la cual Dios no es más que una mera expresión, no puede tolerar que exista todavía algo más que no sea el puro e ilimitado ser. La irracionalidad del ser se esconde en su conciencia científica, porque todavía no ha visto aquella distinción fundamental entre el contenido de las cosas y su ser, y hace representar esta distinción por lo particular y lo general de las cosas. El que este dominado por la profundidad mística del ser es al mismo tiempo causa y efecto de que no se le aparezca todavía el ser como algo lógicamente impenetrable. Y para que pueda ser comprendido racionalmente lo llama causa sui, es decir, declara que lleva en sí misma la casualidad que hace que las cosas sean comprensibles; el ser no es comprensible en ningún otro –pues no existe “otro” alguno-, sino únicamente en sí mismo. En cambio, Schopenauer está penetrado hasta el fondo por el oscuro destino del ser; no es que el ser traiga una fatalidad consigo –lo cual también ocurre de forma secundaria, por lo demás-, sino que él mismo es ya una fatalidad. Sabe con perfecta claridad que el ser no es comprensible para nuestra razón, y que por eso para el espíritu metafísico es indeciblemente aterrador, insoportable, a no ser que se decida abrazarlo con místico amor, como hace Spionza. Y pienso ahora que tal vez la explicación del ser como voluntad fuese como un recurso para librarse de la dureza incomprensible que el ser ofrece frente a la razón.

"Schopenauer y Nietzche" de Georg Simmel.

27.12.10

Las reseñas

[Este año por metiche y otros factores no relevantes se publicaron 3 reseñas que confeccioné para la revista Blink. Nunca las observé impresas, no se puede andar tan a todo dar tanto tempo y si fueron editadas que conste que las escribí así:]


The National no es el del tipo de banda que nació con un debut omnipotente, todo lo contrario. Ellos optaron por la evolución natural y pausada de su característico sonido el cual los ha llevado a una madurez perfeccionista e impresionantemente bien cimentada. El resultado –hoy en día– es una gigantesca ola de alabanzas de la crítica internacional tras la presentación de su quinto álbum de estudio, el cual salió al mercado en la segunda semana de mayo de este año, High violet, editado por 4AD, la Meca en el mundo de las disqueras.

Los cinco integrantes de The National son originarios de Cincinnati, Ohio. Sin embargo no fue hasta que los dos pares de hermanos y el vocalista que conforman la banda se mudaron a Brooklyn, como haría cualquier persona con un buen sentido común si es que desea “ser alguien” en la vida, que la suerte poco a poco fue acomodándolos, donde este particular quinteto empezó a crear lazos estrechos al salir los fines de semana a bares, entablar conversaciones bohemias entre amigos y hermanos sobre crear una banda y jugar con la idea de grabar un disco. Fue así como empezaron a escribir canciones que hablaban de sus vidas, de su experiencia como seres humanos que van madurando y cambiando su visión de las cosas, hasta que en 1999 sus pláticas se convirtieron en acción, tomaron sus instrumentos y se pusieron a hacer música.

En el 2001 editan su primer producción titulada con el mismo nombre de la banda bajo el sello Brassland. Para el 2003, animados por un reducido grupo de fans y amigos, entran en escena dos figuras importantes en el ascenso de la banda, Peter Katis (Interpol, Spoon) quien les produce su segundo álbum, Sad songs for dirty lovers (Brassland/Salitres) y Padman Newsome quien participa con arreglos y cuerdas. A partir de este álbum el destino de The National da el giro preciso que los hará darse cuenta que lo suyo es hacer música y dejar de tocar en bares de NY para explorar la escena internacional. En el 2004 editan el EP Cherry three y el siguiente año sale a la luz Alligator (Beggars Banquet), su tercer álbum de estudio, el cual fue mezclado por el ingeniero Paul Mahajan (Yeah Yeah Yeahs, TV On The Radio). Una vez consolidados en el 2007 dan vida a Boxer (Beggars Banquet), el cuarto álbum que vino a confirmar el gran potencial que poseen para posicionarse como una banda eje del indie rock alternativo.

Si bien Boxer volcó la atención de melómanos, fans, críticos y disqueras sobre la banda; las expectativas para su quinto álbum eran altas, The National hizo gala de su genialidad para decirnos claramente que ellos quieren ser la mejor banda en la actualidad en su género y tal vez lo estén logrando. Han firmado con 4AD, hecho que ya dice mucho por sí mismo, pero sobretodo nos han presentado un álbum que supera todo lo que han hecho en el pasado. High violet ha sido recibido con un entusiasmo raramente visto en el mundo de la música con una fuerte difusión en un sinfín de medios. Su fina manufactura acompañada de orquestaciones que incluyen instrumentos de cuerda, percusión y viento, dan pie a canciones llenas de nostalgia a través de la suave voz de Matt Berninger, junto a los hermanos gemelos Aron (guitarra y bajo) y Bryce (guitarra) Dessner y el otro par de hermanos Scott (guitarra y bajo) y Bryan (batería) Devendorf, que han logrado hacerse de un nombre en el cada día más competido mundo de la música.


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Con qué frescura Damon Albarn afirma que Plastic Beach es el disco más pop en la trayectoria de Gorillaz, ¿lo diría en broma? En realidad el álbum está plagado de géneros como el krautrock, funk y dubstep –por mencionar algunos–, que se superponen en un corte experimental y con un resultado magnífico. Agreguemos a esto la también impresionante cascada de colaboraciones que incluye personalidades como Snoop Dog, Lou Reed, De La Soul, Little Dragon, etc. Así como la destacada participación de la Orquesta Nacional Libanesa para la Música Árabe Oriental y el Hipnótico Ensamble de Brass que le dan al disco un toque de world music sin perder, por otro lado, una base electrónica sobre la cual desfilan los 17 temas que conforman el álbum.

Plastic Beach está lleno de sorpresas, es un álbum que va mutando de acuerdo al talento de cada colaborador y del mismo Albarn, quien produjo la mayoría de las canciones y quien parece también divertirse en grande al hacer música. Siguiendo la reflexión que Alexis Petridis hiciera en su reseña al álbum en el diario The Guardian en el Reino Unido, ¿no sentirán un poco de arrepentimiento aquellos que apostaron por la superioridad de Oasis frente a Blur en aquellos años de batalla frontal en el Britpop? La respuesta es obvia.

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Son ya 9 años desde que Nortec Collective se diera a conocer con The Tijuana Sessions vol. 1 y sorprendieran con la aparición de un nuevo subgénero dentro de la electrónica, la electrónica de banda norteña, por ponerle un nombre. Es en este colectivo donde aparece Clorofila, proyecto de Jorge Verdín, el cual saca al mercado a mediados de abril de este año su primer producción como solista siguiendo el mismo corte auditivo de hace 9 años y que en ningún momento lo convierte en retrógrada, todo lo contrario.

Verdín es un entusiasta que no conforme con lanzarse como solista también hizo el diseño de la portada del álbum junto a Fritz Torres, ambos trabajan en el estudio de diseño Cha3. Este par son responsables de gran parte de la imagen de Nortec.

Corridos urbanos se podría definir como un álbum de revolturas y exploraciones sonoras. Consta de 12 temas que van desde lo bailable hasta la balada, perfectamente mezclados, oscilando entre una amplia variedad de sonidos ambientales, instrumentos intervenidos, tambora, sintes analógicos, un gran cantidad de acordeón y obviamente el característico sonido de lo norteño. En él participaron músicos de la Banda Agua Caliente, en el acordeón El Vaquero Galáctico, las vocalistas Fernanda Karolys, Supina Bytol y Robin Abernathy; con la destacada intervención de David J, miembro de Bauhaus y Love & Rockets.

Música del 2010

Los 12 discos que más me pusieron en este año:

1. Adelante Bonaparte - Standstill
2. High violet - The national
3. Teen dream - Beach house
4. The suburbs - Arcade fire
5. Plastic beach - Gorillaz
6. Forgivness rock record - Broken social scene
7. The way out - The books
8. A swedish love story EP - Owen Pallet
9. Many moons - The cavalcade
10. A sufi and a killer - Gonjasufi
11. Ship of light - Husky rescue
12. Down the way - Angus and Julia Stone

10.12.10

Delfín

Rodrigo se levanta como una de esas marionetas gigantes, con grúas y decenas de personas a su alrededor haciendo los movimientos por él. La incapacidad de decisión, la poca autonomía perdida y la carta que tontos y listos juegan por igual, la de la incomunicación como retaguardia, la transmisión de mensajes en terceras y cuartas personas, el teléfono descompuesto de las redes sociales, terrenos neutros como si se tratara de una guerra sucia, peor, de una recapitulación con serias desventajas. Territorios conquistados para el abandono, con toda la ilógica que eso conlleva.

Dice la historia que la historia la escriben los que vencen, porque me imagino que ya todo debe de estar perdido. El respeto exige un repaso forzoso, de nuevo, siempre todo de nuevo, no hay avance, tantos retrocesos y ciclos cerrados debilitan la sinergia del ego de Rodrigo. Hay que enseñar a los adultos a que no sean niños, pero los niños se cuelgan y según ellos no saben nada, ni cómo bajarse a un niño interno. ¿Lloran de desamor las putas al contar sus ingresos? Y bien pensado esa pregunta no vale nada, no existe. La moral revestida y ellos hablando como si vinieran del futuro, es pura pantalla. A veces Rodrigo cree que solo él ha leído a Nietzche y a Ciorán en todo el mundo. O que si otros los leyeron no les entendieron. Por fortuna eso solo le sucede a veces.

Sin armas, cambio de falsa identidad por otra también falsa, otros círculos, más aire, risas contratadas. Rodrigo no quiere resolver los problemas de nadie, ¿qué problemas?, ¿qué significa problemas? El refugio del Motel Soledad se puede aprovechar, la soledad afuera del hoyo existe, la supernova que hace galaxias a su alrededor. Entonces Rodrigo propone, tal vez está en su naturaleza proponer, el extraño caso del muchacho que siempre tenía respuestas, aunque los otros se aprovechen y le unten su desorden, lo toquen esperando recuperar la vista. Siempre habrá un inocente que siga una Biblia, purista, trastocada, heterodoxa, corregida o aumentada.

La solución es algo a simple vista sencillo y en la práctica algo delicado. Una guerra fría, sin comunicados, sin darle nada a nadie, sospechas quemadas en sótanos ilocalizables, sin involucrar a terceros ni a cuartos actores, suicidios dramatizados, una contrainteligencia en el exilio ¿para qué ventilar historias tan pequeñas e inservibles? La vida no está hecha de pequeñas cosas ni está en los detalles. Wikileaks con secretos de un estado individual, interino y desconocido para todos. El muro que divida, esa cortina de hierro para que el cáncer crezca libre, sano, se haga fuerte. La guerra fría declarada hasta que otra generación se canse y trate de restaurar los daños. Será como rearmar sus castillos de polvo, como en la canción de Phoenix. Y hablando de música, The Cardigans también ahonda en el tema: “Si esto es comunicación, yo me desconecto.”


Con una fuerte dosis de contradicción, como Rodrigo acostumbra, se extiende a ustedes para los usos que ustedes más les convengan el fin del presente comunicado.

24.11.10

Many moons

For you.
By The Cavalcade.


I walk through this grey streets
through this night with dark blue sky below
Try to come and join me in the city lights
burning afterglow.

It reminds me of a time that never was
when to be lost in the darkness was enough
when the rain swept the streets play home to my heart
and I was strong enough to play the part
I was strong enough to share my heart
my heart, for you.

Please don't ever forget me
and you will see the footsteps I've made
the dream hauting in care free
sweaping off, carring me away.

It reminds me of a time that never was
when to be lost in the darkness was enough
when the rain swept the streets play home to my heart
and I was strong enough to play the part
I was strong enough to share my heart
I was strong enough to play the part
I was strong enough to share my heart
my heart, for you.

[Donde no le entendí le compuse.]

16.11.10

Porque/ Por qué

Domingo Lynch, de un Lynch muy padre.
Highlights:
1. nh hoteles.
2. Confesiones de la pista de baile.
3. Cumple de mi má.
4. La luz del sol del amanecer entre mis pestañas.
5. Fuerzas del pasado manifestándose.
6. Agradable visita al Sauz.

Fiesta con gente del futuro y otras desventuras.
Highlights:
1. Ir a bodas a las que no estás invitado y todo bien.
2. La resurección de una muchacha.
3. Música low-fi hi-deli.
4. Otra vez, disco en mi habitación.
5. Vouyerismo ilustrado y aplicado.

"what a weekend episode 2.1"
Highlights:
1. La gran boda.
2. La sala afuera del baño de mujeres.
3. Chambing.
4. La ensalada de arúgula, siempre quiero más.
5. Música para cardúmenes pesados.

"what a weekend!" episode.
Highlights:
1. Pumas por doquier.
2. UNKLE.
3. Disco en el bar y en mi habitación.
4. Chango de chocolate.
5. Ajijic.

4.11.10

21

Para el 2012 algo pasará, hasta película hicieron. En el último sueño lúcido que recuerdo sucedía el fin del mundo otra vez. Pasaban toda clase de elocuentes cataclismos mientras yo paseaba tranquilo esquivando siempre a la muerte, en mi sueño existía una certeza omnipresente donde a mí no me pasaría nada. Ayer sin previo aviso nos encontramos en medio de una explicación alternativa sobre nuestra procedencia como seres vivos, la propuesta ahora es situar al ser humano como el mestizaje de un extraterrestre con un humano (o un lúlu, como nos llaman los extraterrestres, los cuales también tienen su nombre de raza pero la olvidé). Los aliens nos crearon después de los dinosaurios, son expertos en genética, nos hicieron parecidos a ellos al punto que terminaron compartiendo sus orgasmos con nosotros. Parece ser que en fechas recientes en Beijin se avistó un gigantesco OVNI sobre la cuidad, el tráfico aéreo del aeropuerto tuvo que ser suspendido por horas. Mi nulo interés sobre todo esto me lleva a sólo haber leído un par de power points que mi mamá me ha envidado del tema, donde parece que el universo se va a alinear, es decir, va a seguir siendo un caos, sólo que ahora el flujo de energía astral se va a canalizar o repartir, expandir, integrar, transmutar o como le quieran llamar, de otra forma. Es como si el segundero avanzara una casilla en otro tiempo, una especie de simple “crack” o “clic” o “tuck” casi audible. Mis amigos decían que hiciéramos un kit de sobrevivencia y lo escondiéramos en nuestro punto de reunión, en el bosque de la Primavera, a las afueras de la ciudad. Para que una vez que empezara el cagadero nos fuéramos al punto de reunión, a ver cuántos lo lográbamos. Yo me quedé pesando, y una vez sanos y salvos en nuestro puto punto de reunión, ¿qué?, ¿comer unas tostadas de atún?

26.9.10

El acomodador

Por Felisberto Hernández.

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro —donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas— quedaba cerca de un río.

Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.

Mi turno en el teatro era el último de la tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac verde sobre chaleco y pantalones grises; enseguida me colocaba en el pasillo izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo.

Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último salía a registrar la ciudad.

Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de las puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las flores del empapelado; eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían bajado la lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los pies de la cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguí despierto hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con el hacha, y la tos del carnicero.

Dos veces por semana un amigo me llevaba a un comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo dos veces por semana; y el dueño de la casa comía de esa mesa una vez por mes. Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos. Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para indicarnos que no debíamos pararnos, todas las caras se dirigían hacia él, pero no los ojos: ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor de silencio tocaba para sí. Al principio se oía picotear los cubiertos; pero a los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba, simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire mientras sostenía el cristal de la copa.

A las pocas reuniones en el comedor gratuito, yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el alejamiento de los invitados. Cuando el «director» apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara.

Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano.

Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un comensal muy gordo había dicho: «Me voy a morir». Enseguida cayó con la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos los cubiertos habían dejado de latir. Después, se había oído arrastrar las patas de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.

Al poco tiempo yo empecé a disminuir las corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac. Una vez un compañero me dijo: «¡Apúrate, hipopótamo!» Aquella palabra cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para esquivar mi pantano.

Algún tiempo después me echaron del empleo y mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior.

Allí iban mujeres mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar mi puesto.

Pero en uno de aquellos días más desgraciados apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males.

Había estado insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi pieza y vi en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer instante tuve la idea de que ocurría algo extraordinario, y no me asusté. Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos míos.

No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio; la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía con sus propios ojos en la oscuridad?

Cada noche yo tenía más luz. De día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero —donde estaban grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo—, guardaba copas atadas del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello, platitos atados en el calado del borde, tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que casi me lleva a la locura. Me había levantado para ve si me había quedado algo más en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de otro mundo. Eran de un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en pedazos que nadie podría juntar ni comprender.

Me quedé despierto hasta que subió el ruido de los huesos serruchados y cortados con el hacha.

Al otro día recordé que hacía pocas noches iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de no mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera solo.

En una de las cenas y antes que apareciera el dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ellas varias vitrinas cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.

El hall del gran comedor daba a una calle, pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto varias veces al mayordomo: era el único que andaba por allí a esas horas. Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera, parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura, parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atrevía a hablarle. Él me miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
—Me gustaría hablarle de un asunto particular, pero tengo que pedirle reserva.
—Usted dirá, señor.
—Yo... —ahora él miraba al piso y esperaba— ...tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...
—Comprendo, señor.
—¡Comprende, no! —le contesté irritado—. Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
—Dije que comprendía sus palabras, señor, pero ya lo creo que ellas me asombran.
—Escuche. Si nosotros entramos a esa habitación —la de los sombreros— y cerramos la puerta, usted puede poner encima de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
—Pero señor —decía él—, si en ese momento viniera...
—Si es el dueño de la casa, yo le doy autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
—¿Y para qué?...
—Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en la mesa apenas yo cierre la puerta, y enseguida le diré...
—Lo más pronto que pueda, señor...
Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la puerta y al instante le dije:
—¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
—Bueno, me basta, señor.
—Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...
Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
—¡Qué pañuelo sucio!
El también se rió, pero de pronto le salió un graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía una mano en los ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara, y eso yo no lo había previsto. Él me decía, suplicante:
—¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya iluminado pero vacío.
En la próxima vez que el dueño de casa comió con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la cabecera —donde se ubicaba el dueño—.
El mayordomo tendría que servir allí, y no podría esquivarme. Cuando trata el primer plato sintió sobre él mis ojos y le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me decía:
—¡Señor, usted me va a perder!
—Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
—¿Pero qué quiere el señor de mí?
—Que me permita ver, simplemente ver, puesto que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al comedor.
Empezó a hacer señas con las manos y la cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
—Yo vine a esta casa, señor, hace muchos años...
A mí me daba pena, y fastidio de tener pena. Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
—Todo eso es inútil puesto que él no se enterará, además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta las tres.
—Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
—No; te ocurrirían cosas mucho más horribles que la muerte.
Y en el instante de irme le repetí:
—Esta noche, a las dos, estaré en la puerta.
Al salir de allí necesité pensar algo que me justificara. Entonces me dije: «Cuando él vea que no ocurre nada no sufrirá más». Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí, y aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.

Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su candelabro, se me ocurrió la idea de que él no había resistido la tortura de la amenaza, le había contado todo el dueño y me tendrían preparada una trampa. Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos y la cara inexpresiva; entonces le dije:
—Tráigame un colchón. Veo mejor desde el piso y quiero tener el cuerpo cómodo.
Vaciló haciendo movimientos con el candelabro y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar, creí estar en el centro de una constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para prenderme a mí no hubieran necesitado un colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
—Volveré a las tres.
Al principio yo tenía miedo de verme reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo, pero yo no podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba el coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola en mi luz un buen rato, pero era necesario estar despreocupado y saber que tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar quemado, pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba una flor aplastada. Al lado de él enroscado como un reptil, yacía un rosario de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo.
Pero él la rechazó diciendo:
—Yo no hago esto por interés, señor; lo hago obligado por usted.
En la segunda sesión miré miniaturas de jaspe, pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre él cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que enseguida corrieron como ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el pelo con vueltas de turbante. Por último aquello descendió por las piernas y se anudó en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado, pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y el otro en el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella pisara con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después permanecí inmóvil a pesar de que la luz de ella se movía de una manera extraña. Cuando la vi pasar de vuelta, ella hacía un camino en forma de eses por entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había dejado abierta al venir y también la dejó irse. Todavía no había desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otra detrás de mí. Ahora me puede levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No podía entender lo que decía porque le castañeteaban los dientes postizos.

Yo sabía que en próxima sesión ella aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis rodillas —que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella— otro paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más en el colchón, y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por mi cara toda la cola de su peinador perfumado.

Cada noche los hechos eran más percibidos; pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubiera podido mover las sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y bebía con fruición todo el resto de la cola.

A veces el mayordomo me decía:
—¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse todo esto!
Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado toda por recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro.

Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras: «Querido mío, yo te mentía...» Pero esas palabras no me parecían de ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y dorados. Lo más iluminado era le vestido blanco de la novia con una larga cola que ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía dormido. Al mismo tiempo, yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había trasmitido al perro una idea y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: «Tú te dejas llevar pero tú piensas en otra cosa».

Después, en la madrugada, oía serruchar la carne y golpear con el hacha.

Una noche en que había recibido pocas propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al frío. Mis piernas estaban cansadas, pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla española y hablaba en alemán. Yo caminaba en dirección de ellos, pero ellos iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes. Ella se reía, le ayudaban a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas.

Y fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente; yo también tropecé con una gorda que me dijo:
—Mirá por donde vas, imbécil.
Yo casi corría y estaba a punto de sollozar. Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio vuelta la cabeza. Me miró con cierta insistencia porque vio mi ansiedad, pero no me conoció. Yo no tenía la menor idea. Al entrar me senté algunas filas delante de ellos y, en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con alguna agitación.

Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo, pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta excitación y aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme. Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe que desenlace.

Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las hojas de un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba decidirme a pensar en lo que pasaba. El piso era de tablas viejas con agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O tal vez esperar algún aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo —ni siquiera ella lo sabía—, que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes, pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya no pude pensar más nada.

A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la sala, yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como con un farol negro. De pronto la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella empezó a caminar volví a sacarla y a hacer las señales. Cuando ella se paró cerca del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra; primero le pegó en el pecho y después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. Enseguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina, pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre el cuerpo de ella. Había caído como si enseguida fuera a tener un sueño dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto reconocí mi gorra.

Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro, pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. Aquel color se hacía más brillante en algunos lados del pie y se oscurecía en otros.

Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo; ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre encontré, perdida, una de sus manos, y no veía en ella nada más que los huesos. No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas, siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenía un brillo espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido. Ella volvió a recobrar sus formas, pero yo no la quería mirar. Por una puerta que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el mayordomo no dejaba de gritar:
—Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno en los ojos. Yo no quería y él me obligó...
Apenas me quedé solo pensé que me ocurría algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:
—¡Todavía está aquí!
Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la respuesta; sería más o menos esta: «No soy persona de irme así de una casa. Además tengo que dar una explicación». Pero también me vino la idea de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me preguntó:
—¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
Su voz parecía venir de un doble fondo que él tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
—No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y ella me caminaba por encima...
El dueño iba a hablar, pero se quedó con la boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar: «No esperaba esta complicación».
El mayordomo empezó a explicarle otra vez la luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que los demás no comprendían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
—Señor, usted no podrá entender nunca. Si le es más cómodo, envíeme a la comisaría.
Él también recobró su orgullo:
—No llamaré a la policía, porque usted ha sido mi invitado, pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le aconsejará lo que debe hacer.

Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo primero que me vino a la cabeza fue decirle «mugriento». Pero enseguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y de las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento.

En los días que siguieron tuve mucha depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis objetos de vidrio en la pared, pero me parecieron ridículos. Además fui perdiendo la luz; apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante de los ojos.

15.9.10

Reflexiones desde el laberinto de una auto-impuesta soledad

A ver, mucho ruido y pocas nueces gente. Hoy es el famoso bicentenario y dios y el mundo saben lo apáticos que estamos en celebrarlo puesto que según la perspectiva histórica los motivos para hacer fiesta deben minimizarse frente a la realidad. ¿Y cuál es esa realidad? Pobreza e inseguridad son las dos palabras que inmediatamente aparecen. Pero ¿acaso esa es nuestra única realidad presente? Al polarizar al país de esa forma se deja mucho por fuera.

Para los que hemos tenido la oportunidad de vivir fuera de México esa realidad toma otros matices. Por lo general los que podemos salirnos del país lo hacemos al primer mundo y si de ahí parten nuestras comparaciones e insatisfacción estamos cometiendo un error demasiado evidente. Sin embargo, reafirmando ese concepto de realidad actual, nuestro contexto debe enfocarse a reflejarnos dentro de nuestro marco histórico el cual está en Latinoamérica. He tenido la suerte de vivir en varios países de Centro y Sur América, donde la pobreza e inseguridad rebasan por mucho a la nuestra, al igual que la falta de educación y cultura. Es curioso ver cómo estos países voltean a ver a México como un modelo, tal vez esto sea porque somos el patio de recreo de los Estados Unidos y por toda nuestra tropicalización con lo gringo. Si creemos tener problemas con nuestra identidad nacional, créanme que estamos mucho mejor parados en ese tema que algunos de nuestros vecinos continentales, sólo que a los mexicanos nos gusta tirarnos al suelo a ver si alguien se toma la molestia en levantarnos.

Abogo, en la medida de la posible y sin ingenuidad, porque intentemos dejar esa pesadez que me parece más pose que convicción. En este país no hay guerra, la gente no muere de hambre en la calles, somos libres de profesar nuestras creencias y traumas históricos. Sí, hay matanzas, desigualdad, narcotráfico, corrupción, etc. Pero ¿qué lugar del mundo está libre de esto? Se trata de poner en la balanza nuestro estado de derecho, al final de cuentas creo que no salimos tan mal librados.

No se trata de gritar viva México a lo pendejo. No se trata tampoco de gritarle al mundo que seguimos siendo la Malinche violada. Ni de pensar que con sólo quejarnos las cosas van a cambiar. Tenemos un país privilegiado en muchos aspectos, menciono sólo dos: nuestra cultura, tan intrincada y profunda; y nuestro territorio natural, rico y diverso. Al final de cuentas creo que la mayoría de los mexicanos, con o sin quejas, tomarán sus tragos de tequila y girtarán -¡Viva México!-, en un desconocimiento integral de en dónde estamos frente al mundo y frente a nosotros mismos, en un descontento generalizado pero en el fondo con muchas ganas de gritar, sin importar si es por orgullo o para echarle en cara al mundo y a nosotros mismos la gran farsa que es la vida, y en este punto habremos roto fronteras. Somos un país joven todavía, pero adolescente ya no, habrá que ponernos a la altura de las circunstancias.

28.8.10

La búsqueda de la dignidad

Por Clarice Lispector.

La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. La parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del Maracaná, o por lo menos le habían parecido cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían las salas, sólo había una ventana que daba al estadio. Éste, a aquella hora tórridamente desierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado en aquel día de pleno invierno.
Entonces, la señora siguió por un corredor sombrío. Éste la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y hete aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que simplemente daba a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala de la sesión inaugural? Pues junto a esa encontraría a las personas con quienes había concertado la cita. La conferencia quizás ya había comenzado. Iba a perderla, justamente ella que es esforzaba por no perder nada cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba los pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto de cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a “dos damas y un caballero, una de rojo”. La señora Xavier dudaba que esas personas fueran del grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin jamás parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz clara y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vació de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
—Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las habían visto de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil donde carcajadas amordazadas reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre por dos corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora ya había desistido de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: “Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná”. Frente a ese recuerdo comprendió su error de persona tonta y distraída que sólo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier es muy distraída. Entonces, pues, no era en el Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Sin embargo, su pequeño destino había querido que se perdiera en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor ese hombre que buscaba a las personas y otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
— ¡Las personas no pueden desaparecer en el aire!
La señora informó:
—No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Muchas gracias de todos modos. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es en Maracaná.
El hombre dejó de caminar inmediatamente y la miró, perplejo:
—Entonces, ¿qué está usted haciendo por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con “así mismo”, ni con “su vida”, de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió sólo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca —y quizá lo estuviera—, pues ¿no sentía aquella cosa que ella llamaba “aquello” por vergüenza? Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que sólo podía compararla con su salud física, pues arrastraba sus pies de muchos años en el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y se sofocaba sudaba en el inesperado calor de un auge de verano, esa día de verano que era una deformidad del invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, después de desistir de las cosas deseadas, éstas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: “Soy una vieja loca”. ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba a los hombres y les preguntaba cómo salir de los corredores? Porque lo que quería era sólo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a casa y le dijo, con cuidado:
—Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizá sea este calor raro.
Dicho esto, le hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos amplios portones abiertos. ¿Sólo eso? ¿Así de fácil?
Tan fácil.
Entonces la señora pensó que sólo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino que recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
—Joven, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (sólo recuerdo que se llama Guzmán) y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El chofer fue paciente como con una niña:
—Pues entonces no se ponga nerviosa, vamos a buscar una calle que tenga un Guzmán a la mitad y Coronel al final —dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente. Partieron con una vacuidad que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba totalmente olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué motivo había caminado tanto. Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una señora importante y vagamente conocida que tenía auto con chofer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chofer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy derecha con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la señora importante vino y le dijo: que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba de que, como el chofer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no sentía bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar a un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extremada gentileza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
—A Leblon, si me hace favor.
Tenía el cerebro vació, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco rato notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por dar a la misma plaza. ¿Por qué no se salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El taxista acabó confesando que no conocía la zona Sur, que sólo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida sólo renovaba la magia negra de los corredores del Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chofer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Además era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
—Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron en seguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del departamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso avisó a la empleada de que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y espero que diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y decían que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando brevemente en eso, la somnolencia finalmente llegó y se durmió.
Cuando despertó, horas después, vio que caía una lluvia fina y helada, hacía un frío que cortaba como un cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de una bufanda de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar el comercio abierto. Tomó un taxi y dijo:
—A Ipanema, si me hace el favor.
El hombre le dijo:
— ¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
—A Ipanema, por favor— repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desacuerdo total: ¿qué había en común entre las palabras Ipanema y Jardín Botánico? Pero otra vez pensó vagamente que “su vida era sí, de esa manera”.
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer, pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a São Paulo el día anterior y sólo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar sólo apoyada en las rodillas y se apoyó también con las manos.
Entonces advirtió que estaba en cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizá meditando, quizá no. Quien sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. En cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama sólo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo —y era un esfuerzo penoso ver la realidad—, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería nunca salir del Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajoncito de pañuelos para sacar uno, encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin más ni más a llorar ligeramente. Aquel llanto parecía más una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si es que aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría al “destino” y que tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar sujeta a un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en “aquello”.
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de permuta con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quien permutar: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también lo era.
Pero todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir “aquello”. Y “aquello” vino con sus largos corredores sin salida. “Aquello”, ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseía por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podría evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo de lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: “Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche”. Creía vagamente en la fuerza de la voluntad. De nuevo se enmarañó, en el deseo sufrido y estrangulado.
Pero ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, astutamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico sólo daba resultado positivo cuando era real, y no sólo un truco de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejo de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca había expresado más que una buena educación. Y ahora era solo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. No mejoró.
Por fuera —vio en el espejo— ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Todo lo contrario. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces procuró un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca había sido espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en el baño era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas no le habían avisado de que a fin de cuentas eso podía pasar? En los hombres viejos bien que había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si también fuese alguien, ella no era nadie.
La señora Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos hermosos y románticos en relación con la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo conseguía: esa delicadeza apenas la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la perdición era la lasciva. Era un hambre baja: quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica sino grosera en materia de amor. Allí en el baño, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente manchada.
Si al menos tuviera un pensamiento sublime que le sirviera de lema y ennobleciera su existencia.
Entonces comenzó a deshacer el moño de los cabellos y a pintarlos lentamente. Necesitaba un nuevo tinte, ya se veían las raíces blancas. Entonces la señora pensó lo siguiente: “En mi vida nunca hubo un clímax como en las historias que se leen”. El clímax era Roberto Carlos. Pensativa, concluyó que moriría secretamente, como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la codiciada figura de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos ensortijados que él tenía. Allí estaba, persa del deseo fuera de estación, como un día de verano en pleno invierno. Persa de la maraña de corredores del Maracaná. Persa del secreto mortal de las viejas. Sólo que ella no estaba habituada a tener setenta años, le faltaba práctica, no tenía la menor experiencia.
Entonces dice, alto y sin testigos:
—Robertito Carlitos.
Y agregó: “Mi amor”. Oyó su voz con extrañeza, como si estuviera haciendo por primera vez, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, una confesión que no debería de ser vergonzosa. La señora pensó que Robertito era capaz de no aceptar su amor porque, era consciente, su amor era ridículo y sentimental, molestamente voluptuoso y goloso. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados ¿serían todavía besables? ¿O acaso era repugnante besar la boca de una vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: “Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno”.
Fue entonces cuando la señora de Jorge B. Xavier se dobló bruscamente sobre el lavabo como si fuera a vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiiiiiiida!

29.7.10

Aplica

Un parche en la espalda baja documentado casi en secreto, me convierto en una especie de Leonardo di Caprio estúpido, tapatío frente a una cámara, tímido y forzado. La tranquilidad en un papel con letras, números y signos impresos, ahí está el hechizo que me hará dormir ahora en paz. Sello y firma confirman solamente lo que no es una sorpresa. Cuando estamos preparados, cuando no es una sorpresa, lo único que pasa es que la realidad se acomoda de una forma nueva sutilmente en el cerebro, en solitario, en automático, reflejo instintivo. El mundo para todos los demás no varía en absoluto o varía de acuerdo a sus propios principios. Miro hacia adelante, el tiempo es un acordeón que juega a estirarse y comprimirse. Lo dije ya, no tengo miedo, no tengo porqué tenerlo, esto no tiene nada que ver con la valentía. Una vuelta de tuerca, es todo. Una recompensa ganada, la información efectivamente es poder. Los niveles todavía arriba, las próximas observaciones en camino, los nuevos planes y la falta de lógica como algo normal. La única certeza que todos tenemos en la vida toma un matiz más claro, más real. Me asombra el hecho de que piense en planes de todo tipo, regidos al corto, medio y largo plazo; ahora tengo que tener todo tipo de planes ya que no se sabe en qué momento se resbalará en la tina para morir desnucado. Aquí es cuando lo positivo se convierte en positivo de verdad. Ahora paso a otro conjunto donde supuestamente estamos millones de personas, mi soledad confundida se replega en el piso del closet de las estadísticas. Voy a ser transparente, hasta donde pueda. Voy a aparentar que aprendí a perdonar, hasta donde pueda. Mis rezos a Tláloc de nuevo van rumbo a las nubes y el mar, a ver si me concede ver directo a los ojos de la gente que con seguridad estará a mi alrededor sin escupirles en la cara.

17.7.10

No aplica

De nuevo todo lo cotidiano regresa a mi lado, a ensimismar al tiempo sobre el tiempo, esto debe ser lo mismo que sólo leer la misma parábola cada verano, gastarse la vida en letras ya desabridas, rodearse de gente que se deshace en aire y se esfuma en presencias que no conducen a nada; antes una nada bastaba para creer en algo y ahora que el velo flotó lento hasta quedar tirado no hay saciedad en lo que se interrelaciona entre mi persona y ustedes. Queda así expuesta parte de mi fragilidad entre hojas de palma y nadie lo nota, ustedes que me creen fuerte, que me piensan como fortaleza, proyectando dureza entre una especie de luz automática y dando direcciones bien encausadas. Me siento un mago hacedor de impresionantes trucos que en realidad son farsas puras. Me siento ese mago con el spot de luz encima sobre un escenario carente de toda limpieza sudando por entretener a las butacas o a las cucarachas que me observan de reojo con sus muecas de burla.

Tengo otro parteaguas haciendo el intento de estacionarse aquí, precisamente aquí, biseccionando otra vez a mi existencia con una imposición que nunca pude controlar. ¿Dónde están los filósofos que me llevarán a pensar que estoy haciendo lo correcto, los filósofos de la tranquilidad robada, esos pensadores que siendo más hábiles que éste pellejo humano logran confundirme al grado de dejarme en medio de una paz explosiva? Yo, como siempre y ante cualquier situación, abuso. Abuso hasta rendir mis fuerzas, sin tregua. En primer lugar de mí, y de todo aquel infeliz despistado que me tome como faro al pie del acantilado. ¿Qué no es notoria mi falta de buenas intenciones? ¿No resaltan mis atropellos varios kilómetros más allá del epicentro de las heridas que abro como latas oxidadas llenas de comida descompuesta? Con renovada inquietud de furia domada pregunto sin cansarme, ¿dónde están los verdaderos faros de esas islas accidentadas frente a las cuales nunca he podido encallar? ¿Qué no ven mi ceguera, mi auténtico cansancio, mi sarna regada por el piso en forma de escamas que brotan de esa piel que me sobra? No me digan ahora que en el fondo de mis ojos no se advierte el peligro de seguir respirando otro día. Me indigna su poca capacidad de observación en contraposición a la forma en que ufanos presumen ser las personas más agudas para observar hasta los mínimos detalles, los que según ustedes nadie ve.

Las leyes más exactas, las normas más revisadas, los estatutos bien aceptados, las teorías demostradas; ya nada aplica. Ni siquiera puedo decir de qué color es este espacio sin espacio donde me he colocado, no puedo explicar esta falta de aire, este simulacro de apoyo sobre la pendiente tan pronunciada. Me aventé por la resbaladilla sin saber que dios o el diablo la habían untado de aceite con esmero, un aceite que al incrementarse la velocidad del descenso se calienta por la fricción de mi cuerpo sobre la superficie de la resbaladilla, y sigo cayendo, aumentando la velocidad segundo a segundo, soportando las quemaduras, oliendo mi piel chamuscada.

Ustedes sigan nomás como si nada. Mi acto no es de circo. ¿De qué me sirve explicarles las cosas si es un hecho que no estamos en el mismo canal? Por fin la soledad, la soledad real sin ficciones impuestas, la soledad majestuosa, emperatriz universal de mi felicidad. Por fin estoy del otro lado y no tengo miedo. El tiempo se comprime o se desdobla, no puedo entenderlo, mucho menos explicarlo. La pirámide se desmorona sobre la esfinge violada. Por favor no me hagan caso. Tal vez lo único que queda en claro es que ya no podremos entendernos, ahora mi persona pertenece al conjunto que ustedes no pertenecen. Y en este conjunto sólo estoy yo.

8.5.10

Salman

A toda idea nueva, Mahound, se le hacen dos preguntas. La primera, cuando aún es débil, ¿QUÉ CLASE DE IDEA ERES TÚ? ¿Eres de la clase que transige, pacta, se amolda a la sociedad, busca una buena posición y procura sobrevivir; o eres del tipo de recondenada y bestia noción atravesada, intratable y rígida que prefiere partirse antes que doblegarse al viento? ¿La clase de idea que casi indefectiblemente, noventa y nueve veces de cada cien, queda triturada; pero, a la que hace cien, te cambia el mundo?
"¿Cuál es la segunda pregunta?", preguntó Gibreel en voz alta.
Antes contesta la primera.

[...]

Y ahora, Mahound, a su regreso a Jahilia, llega la hora de la segunda pregunta: ¿Cómo te portas cuando vences?

[Tomado de 'Los versos satánicos' de Salman Rushdie]

Resumiendo mucho ésta novela nos narra las aventuras y desventuras que le suceden al mensaje divino desde que el o los dioses o diosas comunican dicho mensaje a su ángel mensajero, el ángel al profeta, el profeta al escriba hasta que por fin llega al pueblo.

En este proceso de comunicación el mensaje se trastoca en lo que conocemos como el "teléfono descompuesto", donde Shaitán interviene a todos los niveles, confundiendo al ángel, al profeta y al escriba. Shaitán se puede hacer pasar por el ángel mensajero frente al profeta, o Sahitán puede arremeter contra la memoria del profeta e incluso puede tentar al escriba para que redacte el mensaje como le venga en gana. La confusión es tal que al final de cuentas los versos divinos quedan de tal modo satanizados que es prácticamente imposible averiguar qué parte del mensaje es el divino y qué parte es el satánico, o incluso saber si alguna parte del mensaje recibido tiene algo de “verdad divina”. El pueblo, la gran masa obediente, recibe el mensaje, cualesquiera que éste sea, y lo cree ciegamente, imposibilitado de verificar si está en lo correcto o no, pues el pueblo jamás se atreverá a cuestionar a El Mensaje; el dogma de fe por definición es ciego.

Y he ahí el fantástico fundamento de las grandes religiones que ahora dominan al mundo.

En lo personal me causan mucha ternura los altos mandos de las religiones fundamentalistas poniendo precio sobre la cabeza de Rushdie por atreverse a hacer una novela con todo éste chisme teológico. Inocentes personas que creen en dios, en el ángel mensajero, en el profeta, en Shaitán y obvio, en El mentado Mensaje.

22.4.10

El futuro fue un fracaso

No voy a decir ‘te quiero’, ¿para qué?, así que puedes olvidarte de esas cursilerías conmigo. El código penal cambia al cruzar el umbral de esta casa, aquí son otros regimenes sucios y abarrotados de un despotismo no ilustrado los que mandan; además me encanta ser grosero, lo sabes bien. Me llena de rabia el hecho de que las personas no sepan usar las acepciones y si alguna culpa hemos de tirar entonces que sea culpa de los falsos valores que promueve la justicia social y señalemos a la ignorancia, tan inocente. El ‘te quiero’ ya no aplica pues en realidad ni tú ni yo creemos en eso. Y de cualquier forma nos queremos con los restos del sentimentalismo que sobrevive en nuestra aparente dureza.

El acto sexual lo vamos erradicando día tras día, lo empujamos al exilio, a vivir en los bastos campos llenos de ansias libidinosas que la gente ara con fervor y sin cansancio en busca de otro orgasmo, de uno que los regrese el placer de cuando descubrieron el sexo. Ellos no tienen llenadera, nosotros rebosantes de una falsa asexualidad nos volcamos a la correcta masturbación en solitario frente a la pornografía y frente a la memoria de actos de gozo sexual superlativo. Mi conducta en la calle es intachable, lo has visto.

Tengo un fondo lo bastante amplio en las cavidades de mis pensamientos que me empuja a desear matar personas ya realizadas, animales entrenados y minerales descompuestos. Y lo único que muere son mis ganas de matar. No te asustes, jamás usaría armas que dejen rastro y hagan brotar sangre; me inclino por venenos que matan por dentro -en paz- sin avisarle a la víctima que pronto ya no habrá vida sustentándola. El veneno del olvido, un olvido patentado que no guarda nada.

De cualquier forma -en el mejor de los casos- los mejores años para experimentar el sexo fueron en la adolescencia temprana, todos lo sabemos, cuando estábamos limpios de cualquier tocamiento o experiencia dermatológica y no sabíamos llorar. Tengo el recuerdo de cuando exploté eyaculando placer de orden divino, nadie inmiscuido en el proceso, sin cargos de conciencia, ni látex, ni sofocamientos para que el otro se quedara a mi lado. Una inocente soledad perfecta embrigada en ese descubrimiento corporal que nos hace entrar en lo que creemos será un mundo maravilloso, pero es sólo el mundo de los cochinos adultos. El resto de la historia es naturalmente conocida.

20.3.10

10

El dominio del pensamiento, de la misteriosa rapidez del pensamiento, exalta al hombre por encima de todos los demás seres vivientes. Sin embargo, lo deja convertido en un extraño para sí mismo y para la enormidad del mundo.

La tristeza, eine dem Leben anklebende Taurigkeit, diez veces.


'Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento' de George Steiner.

19.3.10

9

[...] Vaga y retóricamente, atribuimos a ciertos actos del espíritu y a los que suponemos que son sus consecuencias –la idea científica, la obra de arte, el sistema filosófico, la proeza histórica– la etiqueta de ‘grande’. Nos referimos a ‘grandes’ pensamientos o ideas, a productos del genio intelectual, artístico o político. No menos vagamente hablamos de pensamientos ‘profundos’ en oposición a triviales o superficiales. Spionza baja al pozo de la mina; el hombre de la calle se desliza habitualmente por la banal superficie de sí mismo o del mundo. [...]

Todos vivimos dentro de una incesante corriente y magma de actos de pensamiento, pero sólo una parte muy limitada de la especie da prueba de saber pensar. Heidegger confesó lúgubremente que la humanidad en su conjunto no había salido de la prehistoria del pensamiento. Los alfabetizados cerebrales –carecemos de un término adecuado– son, en proporción con la masa de la humanidad, pocos. [...] Pero la capacidad de tener pensamientos que merezcan la pena de ser pensados, más aún, de ser expresados y conservados, es relativamente rara. No hay muchas personas que sepan pensar con una finalidad que sea original, y mucho menos que sea exigente. [...]

[...] La verdad, enseñaba el Baal Shem, está perpetuamente en el exilio. [...]

[...] No hay democracia en el genio; solamente una terrible injusticia y una carga que amenaza la vida. Están los pocos, como dijo Hölderlin, que se ven obligados a aferrar el relámpago con las manos desnudas.

Este desequilibrio, junto con sus consecuencias, el desajuste del gran pensamiento y la gran creatividad con los ideales de la justicia social, es una novena fuente de melancolía (Melancholie).


‘Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento’ de George Steiner.