28.8.10

La búsqueda de la dignidad

Por Clarice Lispector.

La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. La parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del Maracaná, o por lo menos le habían parecido cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían las salas, sólo había una ventana que daba al estadio. Éste, a aquella hora tórridamente desierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado en aquel día de pleno invierno.
Entonces, la señora siguió por un corredor sombrío. Éste la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y hete aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que simplemente daba a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala de la sesión inaugural? Pues junto a esa encontraría a las personas con quienes había concertado la cita. La conferencia quizás ya había comenzado. Iba a perderla, justamente ella que es esforzaba por no perder nada cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba los pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto de cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a “dos damas y un caballero, una de rojo”. La señora Xavier dudaba que esas personas fueran del grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia y, en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin jamás parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz clara y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vació de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
—Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las habían visto de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil donde carcajadas amordazadas reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre por dos corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora ya había desistido de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: “Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná”. Frente a ese recuerdo comprendió su error de persona tonta y distraída que sólo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier es muy distraída. Entonces, pues, no era en el Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Sin embargo, su pequeño destino había querido que se perdiera en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor ese hombre que buscaba a las personas y otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
— ¡Las personas no pueden desaparecer en el aire!
La señora informó:
—No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Muchas gracias de todos modos. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es en Maracaná.
El hombre dejó de caminar inmediatamente y la miró, perplejo:
—Entonces, ¿qué está usted haciendo por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con “así mismo”, ni con “su vida”, de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió sólo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca —y quizá lo estuviera—, pues ¿no sentía aquella cosa que ella llamaba “aquello” por vergüenza? Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que sólo podía compararla con su salud física, pues arrastraba sus pies de muchos años en el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y se sofocaba sudaba en el inesperado calor de un auge de verano, esa día de verano que era una deformidad del invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, después de desistir de las cosas deseadas, éstas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: “Soy una vieja loca”. ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba a los hombres y les preguntaba cómo salir de los corredores? Porque lo que quería era sólo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a casa y le dijo, con cuidado:
—Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizá sea este calor raro.
Dicho esto, le hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos amplios portones abiertos. ¿Sólo eso? ¿Así de fácil?
Tan fácil.
Entonces la señora pensó que sólo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino que recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
—Joven, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (sólo recuerdo que se llama Guzmán) y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El chofer fue paciente como con una niña:
—Pues entonces no se ponga nerviosa, vamos a buscar una calle que tenga un Guzmán a la mitad y Coronel al final —dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad que parecía indecente. Partieron con una vacuidad que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba totalmente olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué motivo había caminado tanto. Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una señora importante y vagamente conocida que tenía auto con chofer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chofer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy derecha con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la señora importante vino y le dijo: que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba de que, como el chofer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no sentía bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar a un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extremada gentileza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
—A Leblon, si me hace favor.
Tenía el cerebro vació, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco rato notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por dar a la misma plaza. ¿Por qué no se salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El taxista acabó confesando que no conocía la zona Sur, que sólo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida sólo renovaba la magia negra de los corredores del Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chofer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Además era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
—Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron en seguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del departamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso avisó a la empleada de que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y espero que diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y decían que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando brevemente en eso, la somnolencia finalmente llegó y se durmió.
Cuando despertó, horas después, vio que caía una lluvia fina y helada, hacía un frío que cortaba como un cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de una bufanda de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar el comercio abierto. Tomó un taxi y dijo:
—A Ipanema, si me hace el favor.
El hombre le dijo:
— ¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
—A Ipanema, por favor— repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desacuerdo total: ¿qué había en común entre las palabras Ipanema y Jardín Botánico? Pero otra vez pensó vagamente que “su vida era sí, de esa manera”.
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer, pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a São Paulo el día anterior y sólo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva píldora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar sólo apoyada en las rodillas y se apoyó también con las manos.
Entonces advirtió que estaba en cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizá meditando, quizá no. Quien sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. En cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama sólo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo —y era un esfuerzo penoso ver la realidad—, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería nunca salir del Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajoncito de pañuelos para sacar uno, encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin más ni más a llorar ligeramente. Aquel llanto parecía más una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si es que aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría al “destino” y que tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar sujeta a un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en “aquello”.
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de permuta con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quien permutar: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también lo era.
Pero todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir “aquello”. Y “aquello” vino con sus largos corredores sin salida. “Aquello”, ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseía por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podría evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo de lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: “Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche”. Creía vagamente en la fuerza de la voluntad. De nuevo se enmarañó, en el deseo sufrido y estrangulado.
Pero ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, astutamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico sólo daba resultado positivo cuando era real, y no sólo un truco de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Se examinó en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejo de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca había expresado más que una buena educación. Y ahora era solo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. No mejoró.
Por fuera —vio en el espejo— ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Todo lo contrario. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces procuró un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca había sido espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en el baño era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas no le habían avisado de que a fin de cuentas eso podía pasar? En los hombres viejos bien que había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si también fuese alguien, ella no era nadie.
La señora Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos hermosos y románticos en relación con la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo conseguía: esa delicadeza apenas la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la perdición era la lasciva. Era un hambre baja: quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica sino grosera en materia de amor. Allí en el baño, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente manchada.
Si al menos tuviera un pensamiento sublime que le sirviera de lema y ennobleciera su existencia.
Entonces comenzó a deshacer el moño de los cabellos y a pintarlos lentamente. Necesitaba un nuevo tinte, ya se veían las raíces blancas. Entonces la señora pensó lo siguiente: “En mi vida nunca hubo un clímax como en las historias que se leen”. El clímax era Roberto Carlos. Pensativa, concluyó que moriría secretamente, como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la codiciada figura de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos ensortijados que él tenía. Allí estaba, persa del deseo fuera de estación, como un día de verano en pleno invierno. Persa de la maraña de corredores del Maracaná. Persa del secreto mortal de las viejas. Sólo que ella no estaba habituada a tener setenta años, le faltaba práctica, no tenía la menor experiencia.
Entonces dice, alto y sin testigos:
—Robertito Carlitos.
Y agregó: “Mi amor”. Oyó su voz con extrañeza, como si estuviera haciendo por primera vez, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, una confesión que no debería de ser vergonzosa. La señora pensó que Robertito era capaz de no aceptar su amor porque, era consciente, su amor era ridículo y sentimental, molestamente voluptuoso y goloso. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados ¿serían todavía besables? ¿O acaso era repugnante besar la boca de una vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: “Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno”.
Fue entonces cuando la señora de Jorge B. Xavier se dobló bruscamente sobre el lavabo como si fuera a vomitar las vísceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiiiiiiida!