7.2.11

El amor y otras catástrofes

Esta reducción de todos los valores personales a la instancia metafísica que fundamentalmente no conoce más que placer y dolor, y de hecho sólo dolor, culmina propiamente en la afirmación de que todo amor es compasión. Puesto que la sustancia de la vida de los seres es el dolor, los actos del amor no pueden ser otra cosa que la mitigación de los dolores de los otros. Así, el conocimiento del dolor ajeno, que en virtud de la identidad del ser sentimos como igual al nuestro, es el motivo de todos los sacrificios, el motivo para el cual el amor no es más que un nombre peculiar. Se ve aquí claramente cómo han sido forzados los hechos lógicos y sicológicos, por la tendencia a reducir a la unidad el dolor individual. Pues si el amor no fuera otra cosa que compasión ¿cómo la diferenciaríamos de aquella compasión a la que no calificamos de amor? Quizá adquiriese un sentido más profundo el principio de Schopenhauer si se lo invirtiese diciendo: toda compasión es amor; si así fuera, se explicaría el misterio del amor en un sentido no muy distinto al cristiano, incluso en la relación con los enemigos, con los indifrentes, con los despreciados, mostrándose así como posible elemento de unidad en todas las relaciones humanas, ya que de ninguna de éstas se encuentra excluida la compasión; sólo que Schopenhauer tenía que rechazar esto, porque con ello se crearía un valor irreductible a su explicación del mundo. Y, por lo tanto, queda en pie la cuestión de cómo separar al amor que es compasión de la compasión que no es amor. Por eso, junto al amor que es compasión aprace como específicamente distinto el amor como amor, y nada más, a la manera de un último elemento del mundo y del valor. Y al no querer admitir esto Schopenhauer, por las razones ya indicadas, profesa un error que yo creo ver en todas las representaciones corrientes del amor. Cuando el amor es correspondido, y parece llegar así a la perfección a la que según su escencia y sentido está destinado, el lenguaje usual lo llama “feliz”; con esto se expresa que el amor, según su directiva interior, está destinado a terminar en un sentimiento de felicidad; sólo cuando es convertido en felicidad ha realizado su idea, mientras que, cuando la falta de correspondencia trunca el desarrollo, cuando no puede desplegar todas sus posibilidades, se le considera como “desgraciado”. Pero con esto me parece que queda destruida la propia significación del amor, incluso como fenómeno interior, en beneficio de una manifestación secundaria. En la serie de los acontecimientos de la vida interior el amor se presenta como una cosa valiosa en sí, como una gran acontecimiento, y el que llegue o no a su perfección plena no depende en modo alguno de que sea feliz o desgraciado, sino de la propia constitución del sujeto, que le da la suprema medida, a veces en uno de estos casos, a veces en el otro. El doble sentido de la felicidad coloca al amor en una dependencia completamente equivocada respecto a su reflejo eudemonista, y el amor aparece en su propia significación y desarrollo como rudimento, como algo que no alcanza toda su significación sin llegar a ser feliz. Que el valor que el amor posee para el alma y que ayuda a conseguir al alma sea determinado por el eco que encuentra y por los reflejos sobre el mismo, y que vaya acompañado de distintas sensaciones eudemonistas es indudable; pero, por encima de todo esto, su valor subsiste como algo único e independiente, como una función de la vida que le da a ésta una nueva e incomparable significación, y que puede unirse en todas las combinaciones posibles con la felicidad y la desgracia, sin perder por tales combinaciones la sustantibilidad de su significación.

"Schopenhauer y Nietzche" de Georg Simmel.

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