1.3.15

Marcel Jouhandeau.

“Hay veces que tengo la impresión de que vivo a ritmo lento, de que estoy al margen de la vida, de que soy medio fantasma; de que quizá sea tan sólo una enfermedad lo que me hace vivir ahora… que me hace vivir hasta el punto de vivir de golpe más que los demás. Entonces mis propios gestos, mis propias palabras, amedrentan mi alma, que se retira y se oculta en el fondo de mí mismo que ya no la domestica nada.” 

Marcel Jouhandeau, De l’abjection.

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Desde 1931, en su Égole de l’imprudence, Jouhandeau había magnificado la belleza del mal y hablado de la dicha que proporciona éste a quien lo comete: “Aunque el mal alumbra en mí una alegría extraña, lo amo como un exotismo, un éxodo, un exilo, un exorcismo.”

Pero asumir un ‘vicio’ es recorrer el camino de la coronación que brinda el orgullo, una coronación diabólica, sí, pero que se abre al porvenir:
“Toda la belleza de la inmoralidad reside sólo en ‘la imprudencia’ absoluta, llevada a su límite extremo que la condiciona, a los límites del infierno, no sólo con riesgo de perderlo todo para siempre, sino con la certeza claramente aceptada de que así será, salvo una consecuencia infinita con uno mismo, que es la coronación diabólica del orgullo, de pura gloría de Lucifer, quizá siempre por nacer.”
Pero, sobre todo, en páginas muy gidianas, Jouhandeau evoca la productividad del vicio:
“Nada es más útil al hombre que sus vicios. Casi todo lo que es grande nace de un gran vicio.”
Es el vicio, que Jouhandeau considera un ‘deseo en estado puro’, un deseo no domesticado, no ‘reprimido’, por así decirlo, lo que da al hombre su gloria y al mundo su juventud perpetuamente recobrada. Y precisamente esa imprudencia, esa audacia, en virtud de las cuales algunos individuos no dudan en desafiar la reprobación, la estigmatización y la vergüenza, las que aportan la novedad al mundo:
“¿Por qué el hombre no trata alguna vez de ser vicioso, por su gloria y la gloria del mal?: ¡oh!, la divina imprudencia. Entonces el vicio se llamaría virtud […] Nuestra virtud es el ‘deseo’ de uniforme, convenido, conveniente, travestido, sometido, maquillado, descastado, adaptado, educado, domesticado, detenido en el orden durante siglos; el vicio, ‘el deseo en estado puro’, que doblega al provenir al introducir en el mundo una ‘diferencia’, un elemento de desorden, un rejuvenecimiento, un no sé qué de imprevisto, de nuevo, ‘la aventura’, ‘la aventura de lo singular’, que exige toda clase de respetos o de discreciones. Me inclino a creer que el vicio necesita, ante todo, que lo preserven de los hombres.”
Y de este modo, de la misma forma que, para Genet, las Carolinas barcelonesas, que llegan colectivamente hasta el fondo de la vergüenza, pueden convertirse en las anunciadoras de las ‘bellezas nuevas’, para Jouhandeau el secreto compartido entre los abyectos genera ‘mitología aún por venir’. Escribe, en efecto, que hay “una moral para la gente honesta y otra para uso de seres legendarios”.

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La metáfora de la locura obsesiona la reflexión de Jouhandeau. Por ejemplo: “¿Qué loco no lamenta que el mundo entero no disparate como él? ¿Qué pecador que su pecado no sea universal? […] En un mundo que compartiese su manía, el loco ya no sería loco, sino razonable, y la razón una manía”. O también: “El hombre que es siempre dueño de su destino y de sí mismo no se conoce a sí mismo ni al destino.  No sabe cuáles son sus límites y cuál su libertad. Sólo la locura es la medida del destino, es coherente con el drama del hombre y compatible con el secreto de dios. Por eso no hay que temer ser imposible, sino serlo bastante”. 

Marcel Jouhandeau, De l’abjection.


[Extractos de "Una moral de lo minoritario" de Didier Eribon.]

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