27.4.17

Extracto número cuatro ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

Lucrecio vislumbra la soledad existencial en todas partes, incluso hasta allí donde la verdad molesta: entre las sábanas de una cama, en la alcoba amorosa, cuando dos cuerpos se prestan, se ofrecen, se intercambian y se abandonan al espectáculo de su tentativa de evitarse tal como son: constreñidos en sí mismos, prisioneros de su propio deseo, incapaces de comunicarse. No hay comunicación sustancial, ni almas que se mezclan, ni cuerpos que se identifican: el filósofo es formal en la sexualidad, exacerba la naturaleza separada de las mónadas y su definitiva incapacidad de penetrarse, fundirse, unirse y fusionarse. Cada cuerpo reproduce la figura del átomo: insecable, sin puertas ni ventanas, como la mónada leibniziana, nada de su identidad sale de él, nada entra en él, subsiste como esfera por sí mismo y no gracias a otro.

De ahí lo infructuoso de las aspiraciones a la imposible confusión de los besos, las penetraciones, los pellizcos o arañazos, los mordiscos, los achuchones, los sudores, las salivas y las sustancias mezcladas, las succiones, los deseos de incorporación bucal. Todo es inútil: cada cuerpo mantiene desesperadamente su forma, su complexión, esencialmente inalteradas. En el deseo excitado y el placer exacerbado, cada cual experimenta el éxtasis autista y la voluptuosidad solipsista, radicalmente ajeno a las emociones del otro, que le conciernen sólo por las satisfacciones egoístas y narcisistas que le procuran. El goce del otro interesa en la medida en que demuestra una capacidad narcisista de desencadenarlo y producirlo. De ahí la satisfacción inducida de sentirse poderoso en la posesión y la apropiación, en la reducción y la sujeción. Se goza del placer del otro porque lo desencadenamos -se sufre de no poder provocarlo, pero no se goza el placer del otro.

La resolución del deseo en placer coincide exactamente con el momento en el que la soledad triunfa absolutamente. Nacer, vivir, gozar, sufrir, envejecer y morir revelan la incapacidad de cargar con más historia que la nuestra propia, y la imposibilidad visceral, material y fisiológica de sentir directamente la emoción del otro. Con él, junto a él, a su lado, lo más cerca posible, tanto la compasión como la simpatía siguen siendo desde luego posibles, pero no en lugar del otro, con su conciencia, en su propia carpe. Gozar del goce del otro no será nunca gozar el goce del otro. Lo mismo sucede con respecto a sus sufrimientos y otras experiencias existenciales. Deseamos la fusión, pero nos damos cuenta del abismo.

Junto al deseo trágico y universal, la física prolongada en ética, el placer revelador del solipsismo, Lucrecio prosigue su investigación materialista enunciando la victoria absoluta de la entropía. El tiempo pasa y destruye todo lo que toca, tanto el deseo como el placer, el amor y la pasión. Operada la cristalización, la práctica adúltera empieza a obrar ya en lo real, transfigurándolo. Irreconocible, desfigurado por las distorsiones de la conciencia y de la voluntad falseada por la libido, lo real sufre los asaltos y las injurias de la usura. La obra del deseo, que parece escapar al tiempo, se encuentra atrapada en él y severamente estropeada, debilitada.


Así pues, la realidad recupera sus derechos y triunfa por completo: el mundo no es como el deseo decía que es. El otro no tiene nada de lo que la libido hacía creer, la existencia no brilla tanto como la ilusión dejaba imaginar. El fin de las historias amorosas autoriza la iluminación retrospectiva: todas las fantasmagorías sustentadas en el principio de la servidumbre voluntaria se desvanecen, los velos caen, las mentiras aparecen en todo su esplendor. Estafado, quien sucumbe al deseo asiste a su propia decadencia, sin otra salida. Arruinado en todos los sentidos del término, agotado, fatigado, destrozado, rendido, reventado, convertido en la sombra de sí mismo, cadavérico, casi desintegrado, el sujeto que regresa del amor parece un condenado escapado del círculo más profundo de los infiernos.

[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]