17.6.17

Extracto número cinco ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

La sexualidad se legitima exclusivamente desde la perspectiva de la procreación. El matrimonio proporciona la forma en la que el deseo debe mezclarse, más allá de cualquier otra posibilidad. Su excelencia reside en su capacidad genealógica para legitimar las prácticas codificadas: continencia, contención, moderación, canalización. San Agustín llega a definir el matrimonio como voluntad de fidelidad, independientemente de todo contrato oficial ante Dios, ante un sacerdote o ante cualquier autoridad administrativa. La unión libre de dos individuos que se aceptan excluyendo la contraconcepción, el aborto, la práctica sexual durante el período de procreación y todos los interdictos formulados en los penitenciales, puede llamarse matrimonio, con tal que se comprenda bajo el régimen de la duración, la repetición y la reiteración. La fidelidad resulta la verdad de toda sexualidad, y con ella se alcanza la exclusividad de la monogamia. 

De ahí el extraordinario análisis en los textos de la patrología griega y latina de la noción de deber conyugal —llamado por San Agustín «caridad conyugal»—. Nadie es propietario de su cuerpo, pero cada cual dispone del cuerpo del otro. Para evitar la liberación del deseo y la expansión de la voluntad de placer fuera de los vínculos de la fidelidad monogámica, conviene teorizar la obligación de la aceptación de la sexualidad del otro, incluso si nos faltan las ganas por ausencia real y congénita o por el efecto entrópico del tiempo. Así nace el deber conyugal, dispuesto a aterrorizar a una cantidad innumerable de mujeres, que se ven forzadas a sufrir la animalidad sexual de sus maridos bajo el modo de la violencia feudal o de la nulidad consumada, lejos de toda erótica solar. Pecadoras y culpables, las descendientes de Eva expían de esta manera su maldad original. 

Desde luego, el ideal exige la renuncia, la virginidad y la continencia; obviamente, para aquellos a quienes el absoluto causa tétanos, les incapacita o les inhibe, la codificación invita a la castidad y al matrimonio, a la monogamia y a la fidelidad; pero ya en este segundo caso se cometen una serie de pecados veniales; en fin, para aquellos a quienes ni el ideal ni las concesiones satisfacen y no encuentran en el deber conyugal los medios de contener suficientemente su libido y de darle una forma social y moralmente aceptable, el Doctor de la Iglesia permite la prostitución, preferible al adulterio, a la fornicación y a la recuperada libertad del deseo. Para no mancillar el hogar familiar desbordando los horizontes de la monogamia conyugal, el autor de Sobre la santa virginidad tolera el recurso a los amores tarifados —y Santo Tomás de Aquino, servil, le pisa los talones en este punto y por las mismas razones—. 

Retenido, detenido, fijado, el deseo se amolda hasta en los menores detalles y durante varios siglos a esta forma social. La sexualidad libre, la libido libertaria, el placer nómada siguen siendo los enemigos prioritarios escondidos bajo los tan cristianos vocablos de adulterio, fornicación, lujuria y concupiscencia. Incluso si ahora estas palabras resultan caducas y nos invitan a sonreír, las ideas y representaciones asociadas a ellas no cesan de atormentar a Occidente y de imponerle su poderoso marchamo. El engaño, la infidelidad, la traición y todo lo que caracteriza la inconstancia veleidosa suenan hoy afectiva y efectivamente de la misma manera que los susodichos conceptos cristianos, término por término. Ya no se fornica, sino que se engaña, ya no se comete el pecado de lujuria, sino que se traiciona. Las palabras cambian y desaparecen, pero no lo que ellas significan o fustigan. Vivimos bajo el orden conceptualmente disfrazado pero ideológicamente reactivado del judeocristianismo embrutecedor. 

La constitución y la estructuración del Occidente burgués y laico contemporáneo proceden de esta visión degenerada del mundo: odio a las mujeres, misoginia estructural, equizofrenia generalizada, pensamiento binario y moralizador, obsesión concupiscente por someter la sexualidad a una dietética ascética integral. La ideología de la impotencia masculina vehiculada subterránea y ciegamente por los monoteísmos tiende al fin del mundo terrestre, a la muerte del deseo, a la condena del placer, al descrédito total lanzado sobre la vida. La neurosis social cristiana genera los burdeles y la sexualidad animalizada, la dominación brutal y el poder masculino sobre millones de mujeres sacrificadas, la enemistad entre los dos sexos, el agravamiento del conflicto entre la parte reflexiva y la parte visceral imbricadas en cada individuo. 

Así pues, más allá de las justificaciones teológicas, de los juegos de palabras lúdicos y de las lecturas abundantemente comentadas de la literatura bíblica, independientemente de las consideraciones de demografía ontológica, lo que sobrentiende silenciosamente la teoría cristiana de la castidad revela el pérfido arte de hacer triunfar los ideales ascéticos. En relación con la misoginia fundadora y fundamental de la ideología judeocristiana, la doctrina del matrimonio y de la pareja estereotipada procede de un mismo miedo al deseo, de una parecida inquietud con respecto a los poderes magníficos del placer, de una trágica elección de las mujeres como víctimas expiatorias de la impotencia de los hombres en estrecha relación con sus fantasmas de castración. La castidad reivindicada nos ahorra los temores de no saber ni poder asumir la libido, particularmente en los hombres que perfeccionan esta ideología del odio a sí transfigurado en odio al mundo, de miedo a sí transformado en miedo al mundo. 

El determinismo fisiológico masculino de la erección y la eyaculación expone a los riesgos de la impotencia, al gatillazo, a la precocidad, a las diversas incapacidades, todas legibles en el registro freudiano de los síntomas del complejo de castración. Las teorías de la renuncia, de la continencia y de la castidad señalan la única construcción mental e intelectual de los hombres —y entre ellos, de los más neuróticos—. La propagación evangélica de esta ideología excluye a las mujeres desde los orígenes hasta nuestros días. El cristianismo propone una terapia cuyo precio supone el holocausto de las mujeres y de lo femenino. 

El discurso cristiano se erige sobre el modelo falocéntrico. Desacreditando el placer, los machos se dispensan de antemano de la obligación de estar a la altura física de sus impulsos. Moral provisional de temperamentos frágiles, que se compensa con la inversión de la pulsión de muerte. El odio a las mujeres surge de un miedo a las mujeres, como el odio al placer procede de un miedo al placer. El libertinaje invita a aniquilar estas angustias, a superarlas y, por tanto, a querer a las mujeres como iguales en todos los planos, como compañeras y cómplices, y nunca más como enemigas o furias amenazadoras. En este sentido, propone virilmente una doctrina feminista.

[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]