13.2.18

Extracto número siete ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'


El descubrimiento de esta terra incógnita  donde el otro deja de amenazar, a la manera de arrecifes y escollos, supone recurrir a la retórica del contrato. La buena distancia se realiza recurriendo al lenguaje, a los signos, a la palabra, a los sentidos intercambiados por dos actores lúcidos, informados y decididos a hacer coincidir sus actos y sus declaraciones. No tomo en consideración a los incapaces de decidir desde una perspectiva común, a los que dicen una cosa y hacen la contraria, a los que hablan recto pero actúan torcidamente; rechazo a los que habitan en un corte, en una locura, en un malestar, en una rotura, en una fisura que disuelven la sana intersubjetividad; excluyo a los astutos, a los hipócritas, a los mentirosos, a los mitómanos, a los histéricos; dejo de lado a los enfermos, a los indigentes, a los retrasados de la ética; paso de largo delante de los especialistas del doble lenguaje, del juego adulterado, de la duplicidad mental; rechazo lo que los juristas denominan el delincuente relacional -y todos aquellos de los que Diógenes de Enanda subraya su incapacidad fundamental y visceral para contratar.

Así pues, no hay contrato posible más que entre personas de lealtad y de capacidades éticas parecidas. Habida cuenta de que esta forma moral, heredada del mundo político y jurídico primitivo helénico, aspira a la realización del placer y a la prevención del displacer, es necesario que los dos contratantes sepan a qué se comprometen para producir el júbilo de los dos y para descartar todas las ocasiones penosas. En materia de intersubjetividad sexuada, el contrato aspira a las modalidades de la relación que se propone gozar y hacer gozar, sin que aparezca ningún dolor ni para uno ni para el otro. Nadie está obligado a concertar un pacto, pero cualquiera que lo haya suscrito debe imperativamente mantener su palabra.

Podemos contratar para el matrimonio, para tener hijos, familia, para la monogamia, la fidelidad, la mutua asistencia, la exclusividad sexual, la relación duradera, pero también podemos hacerlo para la independencia, la autonomía, la libertad, la soltería, la soberanía, el tiempo limitado y contenido en formas convenidas. En el momento de los compromisos esenciales, cada cual dispone libremente de los medios para elegir entre la absorción comunitaria o el júbilo individualista. Nadie puede argüir obligaciones invencibles, presiones inevitables o coerciones ineluctables en el momento en que abandonamos la sujeción familiar de los adolescentes o de las personas jóvenes para comprometernos en una existencia independiente. Pero cuando se ha optado, querido, manifestado una voluntad deliberada, el contrato obliga.

Cualquiera que haya enajenado su libertad en una historia en la que ha prometido fidelidad, debe mantenerla rigurosamente; si no podemos cumplir, no la prometamos, pues nada nos fuerza a ella. El libertino, tal como lo entiendo, nunca contrata por encima de sus fuerzas o de sus posibilidades: no pone nada por encima de su libertad; nunca se ha extraviado en las promesas que comprometen para la eternidad; nunca ha seducido al otro con edenes en los que no cree; nunca juega con las palabras, la voz y la retórica para obtener despreciables éxitos a través de la mentira; nunca hipoteca el futuro, ni traza ningún plan astronómico, nunca habla de los años por venir; dice lo que va a hacer y hace lo que ha anunciado; desde el primer momento afirmó que de ninguna manera se sacrificaba a las mitologías y a los fantasmas familiaristas de su cultura; no habla de amor, de hogar, de conyugalidad, de paternidad, de maternidad, de monogamia, de exclusividad, de fidelidad; mantiene lo que un día prometió: la voluntad feroz de dar y recibir placer, y la determinación de romper el contrato o de aceptar que el otro tome la iniciativa para ello si el proyecto empieza a parecer irrealizable o ya lo es.



[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]

2.2.18

Extracto número seis ::: 'Teoría del cuerpo enamorado'

De manera que Ovidio escribe la historia de los móviles amorosos y de las razones de amar como un cirujano cínico y cruel cuyo objetivo apunta a la curación y a la salud de sus lectores. Una historia amorosa no funciona según la excelencia y la calidad intrínseca de los individuos en cuestión. Afortunadamente las virtudes, el carácter excepcional, la singularidad verdaderamente única, el temperamento raro, la belleza radiante o la inteligencia superior no valen nada: de otro modo, la mayoría se estancaría en una soltería forzada, víctimas de sus verdaderas naturalezas. Cuando los hombres y las mujeres dicen amar, aman primero el estado en el que el amor les introduce. El ser que sirve de catalizador es la causa ocasional y accesoria de la cristalización, no la causa eficiente. Ante todo, amar es amar el amor, desear es desear el deseo a causa de los éxtasis que provoca, los trances que se conocen y los trastornos que se experimentan gracias a él. 

No hay amor, pues, fuera del deseo de placer. Tampoco hay castidad ni virtud, sino en cualquier caso una falta de oportunidad para la concupiscencia o el vicio. Una castidad verdadera concierne tanto al alma como al cuerpo. ¿Y quién puede garantizar que su alma ignora el deseo libre e inocente que aspira a los placeres multiplicados? La forma misma del deseo prohíbe toda castidad. La libido marca su terreno: la naturaleza manda, el individuo obedece. La castidad y la virtud están destinadas a funcionar como votos piadosos y principios orientadores en el cerebro de los torturadores del cuerpo. Temible y lúcido en extremo, Ovidio escribe: "La mujer virtuosa es la que no ha recibido ninguna proposición". Ni siquiera podemos imaginar a qué podría parecerse un hombre virtuoso -acaso a un modelo de oxímoron enseñado como caso escolar de retórica... 

La fundamentación filosófica del libertinaje hace que el amor, la castidad y la virtud caigan, pues, por la escotilla. Y con ellos la verdad. La noción misma de verdad. Ya no existe lo Verdadero en sí, lo Bello en sí o el Bien en sí, sino que se produce el advenimiento del perspectivismo conceptual. El Arte de amar dirige su máquina de guerra contra el platonismo y las construcciones ideológicas apoyadas en las ficciones inteligibles. Enemigos de Platón, Cálleles y Protágoras ya optan por el hombre como medida de todas las cosas. Ovidio se inscribe en esta lógica nominalista: lo verdadero desaparece de su visión del mundo ante aquello que tiene éxito -la eficacia del resultado tangible-. Las palabras sirven menos a la verdad que a la utilidad deseada de una estrategia sostenida a su vez por una táctica.

De ahí que el epicureismo hedonista se identifique con un pragmatismo absoluto. Ovidio no se propone disertar sobre la verdad para definir la mentira o condenarla, o para defender desde una perspectiva absoluta su relación con la Idea de Verdad. Por el contrario, subordina el uso del disimulo al objetivo hedonista. Dado que, fundamentalmente, la fidelidad no puede practicarse al estar confundidos los hombres y las mujeres, no se prohíbe la infidelidad, ni se la fustiga o se la juzga: se la silencia, evitando nombrarla o mostrarla. Es una mentira por omisión. Es una táctica del silencio y del disimulo en una estrategia de las voluptuosidades realizadas que tiene en cuenta las dos partes del asunto: la ética libertina aspira tanto a una severa prevención de los displaceres como a una imperiosa realización de los placeres.

Disociador, desmitificador, perspectivista y pragmático, el libertinaje cuyas formas augurarles busco en Ovidio encuentra igualmente una fórmula esencial en el igualitarismo: como antídoto contra la misoginia judeocristiana propone un feminismo desembarazado de sus escorias no igualitarias. Ni violencia falócrata, ni histeria de sufragista, ni patriarcado, ni matriarcado, sino rechazo del poder de uno sobre el otro, de la dominación de un género sobre otro. Ni acostumbrada violación heterosexual, ni autismo homosexual de repliegue lesbiano: el libertinaje solar comprende esencial y fundamentalmente al hombre y a la mujer sobre el mismo meridiano y el mismo planeta ontológico. Lo que vale para uno de los sexos vale para el otro, sin ninguna excepción, sin ninguna exclusión.

De esta manera se hallan alejadas y conjuradas las modalidades esclavistas, feudales y burguesas del libertinaje. Todas las formas no igualitarias de las relaciones no consentidas definen el erotismo nocturno cuyos principios aborrezco: dominación y servidumbre, lucha de las auto-conciencias opuestas, reino de la guerra generalizada, división del universo en amos y esclavos, en señores y vasallos. ¿Qué es lo propio de lo solar en la erótica que propongo? Dispersar las noches instaladas entre los seres sexuados durante siglos de civilizaciones dolientes, disipar las oscuridades, las zonas de sombra, anular el poder de los acentos prehistóricos para instaurar el orden libertario entre los cuerpos y las almas, las existencias y los destinos.

La obra de Ovidio propone una práctica libertaria e igualitaria de la seducción. Allí donde habitualmente la etimología enseña que seducir significa desviarse del camino, desplazarse, instalarse en una vía imprevista, separada, dirigirse a otra parte, aparte y apartado, la nueva definición ovidiana de este viejo concepto supone un encaminarse a dúo, en común, y en la claridad. La dirección tomada por el seductor supone una proposición que el otro puede aceptar o rechazar, incluso discutir o examinar. Seducir para dominar y establecer un poder no entra en los planes del poeta —ni en los míos-. En cuanto a su construcción, en una primera parte el tratado amoroso incluye consejos a los hombres para seducir, amar y cuidar a las mujeres; en una segunda ofrece consejos a las mujeres para seducir, amar y cuidar a los hombres... 

La seducción refleja una ética de la confianza en el deseo. Para conjurar la depreciación y el odio a sí, y el trabajo negador del resentimiento y todas las fuerzas que socavan la identidad o prohíben su expansión, la voluntad de placer debe superar la culpabilidad y apuntar más allá del fantasma de la castración. Siempre cínico y lúcido -según los principios de Diógenes-, Ovidio afirma dirigiéndose a los hombres que todas las mujeres pueden sucumbir, que ninguna es una ciudadela inexpugnable, que parece difícil que una esposa pueda seguir siendo indefinidamente fiel a su marido. Para las mujeres, sabe que debe tener otro discurso: ellas exigen más de sus compañeros que los hombres, desgraciadamente más menesterosos...

Además de invitar al arte de conquistar, el tratado hedonista invita a poner los talentos del impetrante en el arte de la conservación. Ovidio construye con todas las piezas una ética de la dulzura, esencial en la definición del libertinaje solar. Contra la brutalidad feudal y la violencia burguesa, la lógica del Eros ligero formula una moral del cuidado del otro. De ahí la promoción de virtudes constructivas en la economía de esta ética voluptuosa: atención, ternura, dulzura, paciencia, entrega, tanto con respecto al alma como con respecto al cuerpo del otro. Ovidio propone una erótica que al estilo de la china, la japonesa, la persa, la nepalesa o la india -tan semejantes-, manifiesta una profunda igualdad de trato a los dos sexos. La complementariedad dirige el baile, y no la irreductible oposición.

Así pues, el Arte de amar, sin dar los detalles que ofrece el Kama-Sutra indio, invita a los juegos amorosos, a la variación de posturas y a todo lo que permite que los compañeros sometan sus cuerpos sin estar sometidos a ellos. Los tratados eróticos clásicos siempre disertan en primer lugar sobre la anatomía, el conocimiento de la fisiología del otro, las modalidades de funcionamiento de los mecanismos físicos. La geografía antes que la historia. Así se dibuja el retrato anatómico y por tanto psicológico del otro, del que se trata de desvelar el cuerpo envuelto en el alma, y a la inversa. No hay Eros sin una fisiología del amor, ni poética de los sentimientos sin una teoría de las posibilidades del cuerpo.

Diferir el placer, excitarlo, aguardarlo, quererlo en el momento escogido, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, ni antes ni después, supone conocer las técnicas de las caricias, de los besos, de la respiración, de los estímulos, de los preludios, de la disposición, de las audacias verbales y gestuales: toda una sensibilidad del dominio del tiempo sexual y de la duración sensual. Ovidio incita a escuchar y descubrir las zonas del cuerpo del otro antes de dirigirse a ellas para encarnar la dulzura e incorporar la ternura. La carne pagana se vale por sí misma, no soporta ningún otro discurso más que el de la voluptuosidad celebrada. La inmanencia desnuda rige su funcionamiento, la trascendencia sostiene sólo los regímenes ascéticos. 

El igualitarismo profesado por Ovidio se manifiesta hasta en los desenlaces y conclusiones del acto sexual. Aun aquí, el placer de uno no debe pagarse con el displacer del otro. De ahí que la erótica pagana se ponga al servicio de un doble proyecto de agotamiento del deseo en los transportes catárticos del placer. Si es posible, el hombre y la mujer deben experimentar el éxtasis al mismo tiempo y caer conjuntamente y casi en el mismo instante del lado de la voluptuosidad. La mujer no debe ser sacrificada a la descarga vulgar y bestial del hombre, siempre imperioso y deseante: las dos soledades existenciales formulan paradójicamente el contrapunto sensual que funda el contrato libertino.

Desde luego, no todos saben, ni quieren, ni pueden lograr un Eros ligero. Diógenes de Enanda, un epicúreo tardío del segundo siglo de nuestra era, financió la inscripción de un cierto número de sentencias (destinadas a la edificación espiritual de los transeúntes de la ciudad) en un muro de ochenta metros de largo por cuatro metros de alto y uno de espesor. El monumento filosófico, hoy destruido, contenía una frase llena de consecuencias y efectos para quien aspira a un libertinaje solar: "Ningún vivo es capaz de hacer un contrato para no hacer el mal, ni sufrirlo". No hacer el mal, tampoco sufrirlo: he aquí los imperativos categóricos del hedonista que se cuida de halagar a las potencias nocturnas. Una ética de la dulzura no puede ahorrarse esta lógica de la elección y del contrato en el orden de las disposiciones.

[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]