Lucrecio vislumbra la soledad existencial en todas partes, incluso
hasta allí donde la verdad molesta: entre las sábanas de una cama, en la alcoba
amorosa, cuando dos cuerpos se prestan, se ofrecen, se intercambian y se
abandonan al espectáculo de su tentativa de evitarse tal como son: constreñidos
en sí mismos, prisioneros de su propio deseo, incapaces de comunicarse. No hay
comunicación sustancial, ni almas que se mezclan, ni cuerpos que se
identifican: el filósofo es formal en la sexualidad, exacerba la naturaleza
separada de las mónadas y su definitiva incapacidad de penetrarse, fundirse,
unirse y fusionarse. Cada cuerpo reproduce la figura del átomo: insecable, sin
puertas ni ventanas, como la mónada leibniziana, nada de su identidad sale de
él, nada entra en él, subsiste como esfera por sí mismo y no gracias a otro.
De ahí lo infructuoso de las aspiraciones a la imposible confusión
de los besos, las penetraciones, los pellizcos o arañazos, los mordiscos, los
achuchones, los sudores, las salivas y las sustancias mezcladas, las succiones,
los deseos de incorporación bucal. Todo es inútil: cada cuerpo mantiene
desesperadamente su forma, su complexión, esencialmente inalteradas. En el deseo
excitado y el placer exacerbado, cada cual experimenta el éxtasis autista y la
voluptuosidad solipsista, radicalmente ajeno a las emociones del otro, que le
conciernen sólo por las satisfacciones egoístas y narcisistas que le procuran.
El goce del otro interesa en la medida en que demuestra una capacidad narcisista
de desencadenarlo y producirlo. De ahí la satisfacción inducida de sentirse poderoso
en la posesión y la apropiación, en la reducción y la sujeción. Se goza del
placer del otro porque lo desencadenamos -se sufre de no poder provocarlo, pero
no se goza el placer del otro.
La resolución del deseo en placer coincide exactamente con el
momento en el que la soledad triunfa absolutamente. Nacer, vivir, gozar,
sufrir, envejecer y morir revelan la incapacidad de cargar con más historia que
la nuestra propia, y la imposibilidad visceral, material y fisiológica de
sentir directamente la emoción del otro. Con él, junto a él, a su lado, lo más
cerca posible, tanto la compasión como la simpatía siguen siendo desde luego
posibles, pero no en lugar del otro, con su conciencia, en su propia carpe.
Gozar del goce del otro no será nunca gozar el goce del otro. Lo mismo sucede
con respecto a sus sufrimientos y otras experiencias existenciales. Deseamos la
fusión, pero nos damos cuenta del abismo.
Junto al deseo trágico y universal, la física prolongada en ética,
el placer revelador del solipsismo, Lucrecio prosigue su investigación
materialista enunciando la victoria absoluta de la entropía. El tiempo pasa y
destruye todo lo que toca, tanto el deseo como el placer, el amor y la pasión.
Operada la cristalización, la práctica adúltera empieza a obrar ya en lo real,
transfigurándolo. Irreconocible, desfigurado por las distorsiones de la
conciencia y de la voluntad falseada por la libido, lo real sufre los asaltos y
las injurias de la usura. La obra del deseo, que parece escapar al tiempo, se encuentra
atrapada en él y severamente estropeada, debilitada.
Así pues, la realidad recupera sus derechos y triunfa por completo:
el mundo no es como el deseo decía que es. El otro no tiene nada de lo que la
libido hacía creer, la existencia no brilla tanto como la ilusión dejaba
imaginar. El fin de las historias amorosas autoriza la iluminación
retrospectiva: todas las fantasmagorías sustentadas en el principio de la
servidumbre voluntaria se desvanecen, los velos caen, las mentiras aparecen en todo
su esplendor. Estafado, quien sucumbe al deseo asiste a su propia decadencia, sin
otra salida. Arruinado en todos los sentidos del término, agotado, fatigado,
destrozado, rendido, reventado, convertido en la sombra de sí mismo,
cadavérico, casi desintegrado, el sujeto que regresa del amor parece un condenado
escapado del círculo más profundo de los infiernos.
[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]
[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]