El descubrimiento de esta terra
incógnita donde el otro deja de
amenazar, a la manera de arrecifes y escollos, supone recurrir a la retórica
del contrato. La buena distancia se realiza recurriendo al lenguaje, a los
signos, a la palabra, a los sentidos intercambiados por dos actores lúcidos,
informados y decididos a hacer coincidir sus actos y sus declaraciones. No tomo
en consideración a los incapaces de decidir desde una perspectiva común, a los
que dicen una cosa y hacen la contraria, a los que hablan recto pero actúan
torcidamente; rechazo a los que habitan en un corte, en una locura, en un
malestar, en una rotura, en una fisura que disuelven la sana intersubjetividad;
excluyo a los astutos, a los hipócritas, a los mentirosos, a los mitómanos, a
los histéricos; dejo de lado a los enfermos, a los indigentes, a los retrasados
de la ética; paso de largo delante de los especialistas del doble lenguaje, del
juego adulterado, de la duplicidad mental; rechazo lo que los juristas
denominan el delincuente relacional -y todos aquellos de los que Diógenes de
Enanda subraya su incapacidad fundamental y visceral para contratar.
Así pues, no hay contrato posible más que entre personas de
lealtad y de capacidades éticas parecidas. Habida cuenta de que esta forma
moral, heredada del mundo político y jurídico primitivo helénico, aspira a la
realización del placer y a la prevención del displacer, es necesario que los
dos contratantes sepan a qué se comprometen para producir el júbilo de los dos y
para descartar todas las ocasiones penosas. En materia de intersubjetividad sexuada,
el contrato aspira a las modalidades de la relación que se propone gozar y
hacer gozar, sin que aparezca ningún dolor ni para uno ni para el otro. Nadie
está obligado a concertar un pacto, pero cualquiera que lo haya suscrito debe
imperativamente mantener su palabra.
Podemos contratar para el matrimonio, para tener hijos, familia, para
la monogamia, la fidelidad, la mutua asistencia, la exclusividad sexual, la
relación duradera, pero también podemos hacerlo para la independencia, la
autonomía, la libertad, la soltería, la soberanía, el tiempo limitado y
contenido en formas convenidas. En el momento de los compromisos esenciales, cada
cual dispone libremente de los medios
para elegir entre la absorción comunitaria o el júbilo individualista. Nadie puede
argüir obligaciones invencibles, presiones inevitables o coerciones
ineluctables en el momento en que abandonamos la sujeción familiar de los
adolescentes o de las personas jóvenes para comprometernos en una existencia
independiente. Pero cuando se ha optado, querido, manifestado una voluntad deliberada,
el contrato obliga.
Cualquiera que haya enajenado su libertad en una historia en la
que ha prometido fidelidad, debe mantenerla rigurosamente; si no podemos
cumplir, no la prometamos, pues nada nos fuerza a ella. El libertino, tal como
lo entiendo, nunca contrata por encima de sus fuerzas o de sus posibilidades:
no pone nada por encima de su libertad; nunca se ha extraviado en las promesas
que comprometen para la eternidad; nunca ha seducido al otro con edenes en los
que no cree; nunca juega con las palabras, la voz y la retórica para obtener
despreciables éxitos a través de la mentira; nunca hipoteca el futuro, ni traza
ningún plan astronómico, nunca habla de los años por venir; dice lo que va a
hacer y hace lo que ha anunciado; desde el primer momento afirmó que de ninguna
manera se sacrificaba a las mitologías y a los fantasmas familiaristas de su cultura;
no habla de amor, de hogar, de conyugalidad, de paternidad, de maternidad, de
monogamia, de exclusividad, de fidelidad; mantiene lo que un día prometió: la
voluntad feroz de dar y recibir placer, y la determinación de romper el
contrato o de aceptar que el otro tome la iniciativa para ello si el proyecto
empieza a parecer irrealizable o ya lo es.
[Extracto del libro "Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar" de Michel Onfray.]
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